─Anoche vi a la muerte, Enam, anoche vi a la muerte y se reía de mí. La vi afuera de la casa y cuando me dormí se me metió en los sueños y no me dejó dormir. Decime algo, no te quedes ahí mirándome como si nada. ¿No me escuchás?

─ Dejá esa pobre en paz. De ti se ríe porque la desafías y uno debe cuidar sus límites.  No se debe luchar si ya sabe que se va a perder, mucho menos quitarle trabajo a alguien tan poderoso. Cada vez que alguien enferma, en algunos casos cuando hasta los médicos han desahuciado al enfermo, tú les das remedios que los alivian y le dañas el trabajo. ¿Cómo no querés que esté esperando tu momento?

─ No digas eso, Enam, que yo solo ayudo a las personas con el don que el creador me dio. ¿O será que ya llegó mi momento?

─ No lo sé, no lo sé. ¿Qué más te puedo decir?

─ Malagradecido, salvé a tu mamá de esa mala muerte que le venía y ahora resulta que desafío muertes.

─ Mejor hacé las maletas de los dos, como de viaje sin regreso, que al atardecer nos vamos, si es cierto eso que dicen: que ella visita la vida de su muerto una noche antes de llevársela. Hoy te deja sin vida, y yo sin vos no sé vivir, mujer. 

 

***

A aquel lugar llegamos por azares del destino. Enam y yo navegábamos por aguas del Pacifico, en la ruta que va de Buenaventura a Tumaco, una noche del mes de mayo, de hace ya muchos años. Perdimos nuestra ruta y acabamos encallados en una isla en medio de la nada. Vimos luces que danzaban al son de la también lejana melodía de fondo. La curiosidad y lo lejos que estábamos o creíamos estar de nuestro destino, nos hicieron pensar en que esa noche podríamos quedarnos allí para continuar viaje temprano en la mañana. 

Bajamos de la lancha y tocamos la campana que estaba justo en el camino de entrada, para anunciar nuestra llegada. A medida que avanzábamos, de a pocos se escuchaba más y más cerca la música. Todos salieron a recibirnos en medio de cantos y sonrisas.

Unos días antes no se sabe cuántos, habían llegado a la población tres hombres con el rostro pintado de alegría, nariz roja y ropas de colores estampadas con globos, además de dos mujeres vestidas de faldas largas y anchas, cubiertas de joyas, y otro par que decían tener habilidades excepcionales, poderes que nunca demostraron porque no había espacio suficiente para su función. Los dirigía el hombre que, según se decía, era el mago y tenía la capacidad de saber lo que sucedería, segundos antes de que esto ocurriera (inclusive cualquier variación en los hechos que se produjera a última hora, él también la sabia). Esa misma noche en su función el mago supo que llegaríamos. Por eso habían salido a recibirnos. La carpa en la que montaban su acto estaba armada en una esquina del parque, entre dos palmeras, y desde que llegaron no había noche sin función.

Ni los del circo ni nosotros volvimos a salir. Pasaron muchos días con sus noches, meses y años, pero nadie abandonaba la isla más que para pescar y pianguar. 

Ailakoko, que así se llamaba el lugar, era habitada por unas treinta familias de pescadores y concheras, eso sí, con muchos niños que correteaban de un lado a otro, sonriendo, jugando. Las casas eran palafíticas, con pequeñas ventanas y amplias puertas, pintadas desde los techos hasta el piso de muchos colores, amarillos, azules, verdes, naranjas, fucsias y rojos engalanaban sus fachadas y algunas tenían paisajes completos pintados, que dejaban ver verdes palmeras, frondosas plantas y coloridas flores, que parecían extenderse hasta su interior e invitar a habitarlas. Las casas estaban ubicadas a lado y lado de un estrecho camino de madera que facilitaba el paso a sus transeúntes y terminaba en el poco espacio de tierra firme con el que contaban y en el que había una pequeña plaza de mercado donde se intercambiaban alimentos los fines de semana. Un salón con las letras del abecedario pintadas en su fachada hacía las veces de escuela, y como centro de todo, un parque bordeado por palmeras y sillones hechos con troncos de madera en los que los más abuelos se sentaban a respirar el mar.

Todos parecían desconocer los avances del mundo o quizá habían renunciado a ellos. El agua para consumo se recogía durante los aguaceros y era albergada en grandes barriles. En las noches, afuera de cada casa se ponía una antorcha encendida que no se apagaba sino hasta muy tarde.

Después de las ocho de la noche, se reunían en un salón comunal jóvenes, niños y ancianos a contar sus aventuras del día, a danzar al son de la marimba entonada en un currulao y a planear el siguiente día de trabajo. Se despedían entre coplas y alabaos.

Esos días sin tiempo fueron pasando. Habíamos encontrado un maravilloso lugar en el que las horas parecían mecidas en la hamaca de la paciencia y custodiadas por la tranquilidad; también nosotros entregamos nuestros pesares al mar para que, cuando la marea subiera y golpeara con fuerza, se los llevara bien lejos.

***

“Aquí nadie envejece, el que está viejo es porqué viejo llegó”. Así decían en la isla y creía que era una forma de presumir vidas sobre vidas, porque aunque no eran muchos juntos sumaban edades eternas.

La primera vez que me senté en el parque a dejarme acariciar por la brisa, junto a mí se sentó un hombre que por su aspecto debía tener muchos años ─de hecho, yo lo creía el más anciano de la isla─, cuando le pregunté por su edad me sonrió y dijo:                                   

─Tengo todos los años de la tierra, los de los hombres juntos, los del pueblo en triple. Aquí tenemos la edad del mundo, esa que aproximan, pero desconocen en exactitud. Y se marchó.

 

***

Yo siempre disfruté ser piangüera. Desde muy pequeña, en una angosta canoa de madera que teníamos en casa y el que impulsábamos con remos, mi Nana y yo salíamos temprano en la mañana, cuando el radiante anaranjado apenas asomaba en el horizonte, aprovechábamos la marea baja para caminar entre los manglares y buscábamos la piangüa. Aún tengo fijada en mí la primera vez que salí en el bote con mi Nana a Cabo Manglares y vi la inmensidad del río Mira.

A ser piangüera me enseñó mi madre, y a mi madre le enseñó la suya, y así de generación en generación. Entre cantos de laboreo, mitos y leyendas me pasaba gran parte del día, junto con las otras mujeres del pueblo y sus hijas y nietas y sobrinas y nueras y vecinas, conocidas y desconocidas… Éramos una gran familia. Al llegar a casa dejábamos un poco de piangüa para la comida y el resto lo vendíamos. Con el dinero que recogíamos, mi Nana me compraba regalos y ayudaba con los gastos de la casa.

En la isla, como no podía ser de otro modo, mi labor era ir a piangüar. Salíamos de a dos por bote, antes de que despuntara el alba. La piangüa que recolectábamos en la isla la llevábamos al mercado y la cambiábamos por plantas, frutos, flores, pescados…

La única mujer que no salía piangüar era Maisha. Ella siempre salía a despedirnos y augurarnos buen día de trabajo, pero nunca la vi subida en un bote. Había quienes creían que, si ella salía de la isla, toda nuestra forma de vida desaparecería. También se rumoreaba que la silueta de mujer que salía cada noche, justo después de que las antorchas se apagaran y que se escurría por el delgado hilo entre la noche y el amanecer, era la suya. Decían que se alcanzaba a ver cuando el mar le servía de espejo a la luna y que era el momento en el que salía a pactar tiempo con el tiempo y a embolatar la muerte. Yo nunca la vi.

 

***

Maisha era una mujer de pocas palabras a la que le bastaba el silencio para irradiar felicidad. Se veía libre, bella, viva, no tenía hijos y logré deducir que nadie supo de dónde, ni cuándo había llegado, pero ahí estaba, siempre radiante, siempre sonriente. Con frases sabias en su boca, como la más sabia de todas las mujeres del lugar. El día que llegamos a la isla nos recibió con amabilidad:

─ Qué gusto que hayan encontrado el camino ─dijo. Soy Maisha. Era solo cuestión de tiempo para que estuvieran aquí.

No pensé en esas palabras hasta mucho tiempo después.

Aunque la vida en la isla era mucho más de lo que cualquiera puede esperar, un día me quedé suspendida en los recuerdos y empecé a extrañar a mi Nana y a mi Tata. Soñé que morían de tristeza por no volverme a ver. Entonces se me volvió una pesadilla cerrar los ojos y ver a la muerte cobijando las vidas de mis seres queridos. Así que decidí que había llegado la hora de ir a verlos. Mi decisión, sin embargo, no tuvo buena acogida. Algunos empezaron a evitarme y muchos se resguardaban en sus casas al verme pasar. Nadie pronunció siquiera una palabra, hasta Enam callaba. Pasado un tiempo preferí dejar de hablar del tema.

El mago del circo fue el único que se atrevió a decirme que quien llegaba a la isla no podía volver a salir de ella. Entonces entendí que nuestra llegada a Ailakoko no había sido una casualidad. Yo, mujer creyente, empecé a pedir a Dios que no me quitara la vida sin volver a ver a mi familia. No tardé en caer enferma. Ah, por Dios, que ya no veía ni la luz del día, no comía, no dormía, no me levantaba de la cama.

Los escuchaba desde mi habitación, susurrando al pie de la puerta de mi casa.

 ─Cuidado que la muerte anda por aquí, esperando, acechándonos.

 Otros decían estar vigilando que no se escapara el mal. Porque ya había encontrado la ruta de entrada a la isla.

─Cálmate, mujer, esas son ideas tuyas ─decía Enam.

Luego supe que, cuando enfermé, Maisha no volvió a salir de casa. Decían que cuando llamaban a su puerta apenas se asomaba por un hueco de la ventana y no pronunciaba palabra alguna También se decía que lo poco que veían de ella a través de las rendijas de su casa era la figura de una mujer con el rostro cubierto por un paño húmedo embebido en aromas florales.

Al igual que yo, Maisha no comía, no bebía, sus ojos perdieron el brillo y en cuestión de semanas le pasaron por la piel años percudidos de vejez. En la isla nadie tocaba la marimba, ni el cununo, nadie entonaba cantos. Todas las noches dejaban en la puerta de su casa ramilletes de flores silvestres, las más perfumadas que encontraban. Cuando la brisa entraba con fuerza, hasta mi habitación llegaba el aroma de aquellas plantas.

***

Conocí a Enam en el puerto, fuimos con mi Nana a hacer el mercado de la semana y ahí lo vi, de pantalón y camisa, vestido como para ir a misa de domingo. Ojos claros, luminosos como los faros que guían los buques y que ese día me iluminaron hasta el alma.

Nos seguimos con miradas, con sonrisas. ¡Qué negro tan bello! ─Pensé. No dejé de mirarlo, hasta que me fui. Tendríamos dieciséis años.

Tres años y tres días pasaron desde el día en el mercado hasta esa tarde en la que llamaron a la puerta de la casa de mis Tatas, fui a abrir y volví a ver esos luminosos ojos que, esta vez, me arrebataron un suspiro que no me dejó hablar. Lo había buscado, siempre lo buscaba, ansiosa por averiguar quién me había mirado de esa forma, que me hacía pensar que algo en forma de mariposa aleteaba en mi vientre. Hasta esa tarde en mi puerta, en que ni hablar pude.

─Vengo por ti. ─dijo. Soy Enam Balanta. Ya hablé con tu Tata y, si tú aceptas, serás mi mujer. 

 

─No sé ni quién sos, pero si me vas a seguir mirando así, con vos me voy. Soy Shaira. De ahora en adelante, tu mujer.

 

Esa mañana, en la isla, volví a recordar cómo había empezado nuestra historia y cómo él, mi enviado por Dios, ya no era capaz de mirarme como la primera vez. Me había bastado con un cruce de miradas para descubrir que mi desazón no era solo porque quería ver a mi familia, sino por la posibilidad de perderlo todo. Esa misma noche le recordé a Enam nuestros seis años juntos y los votos que hicimos ante el altar. Pero su silencio fue la respuesta.

 

─ Nos vamos de acá, vos me conocés. Si no te vas conmigo, me voy sola. ─ Le dije esperando una respuesta. Pero, aun así, el silencio fue su elección.  

 

***

Enam deambulaba de un lado a otro en las noches, la madera crujía con cada paso suyo, como le crujían en el alma sus preocupaciones. O por lo menos eso pensaba yo, y, hasta el amanecer en que se marchaba con los demás a pescar, no dejaba de marcar sus pasos por cada rincón de la casa. Distante, silente, huyendo del peso de verme postrada en una cama sin poder hacer nada. Un día, sentado en el borde de la cama, en medio de sollozos me lo confesó: sus ojos empezaban a mirar con interés a otra mujer.

Esa madrugada después de caminar de un lado a otro, pareció haber hallado respuestas, salió por un buen rato y regresó balbuceando palabras que no lograba entender. Llevaba una linterna de mecha en su mano y recogía cosas como si tuviera poco tiempo para hacerlo: manteles, platos, ollas, plantas y ropa todos en una misma talega.

─ ¿Qué haces, Enam, qué haces? ─le pregunté. Me miró y no respondió

Se puso un pantalón y una camisa de manga larga, me miró nuevamente.

─Nos vamos, mujer. ─ me dijo. Ya regreso. ─. Al cabo de unos minutos volvió con una talega en forma de hamaca y me llevó cargada hasta una pequeña embarcación.

En la isla ya las antorchas se habían apagado. Nadie salió a despedirnos. no hubo marimbas, ni currulaos, ni arrullos. Nada.

 

 

***

Mi Nana y mi Tata fueron sorprendidos una mañana lluviosa con nuestros rostros. Nos miraron cual alma a media noche mirando espanto.

─Los buscamos por el río y por el mar. Bendito Dios que nos los devolvió con bien—dijeron.

Ese mismo día, familia, amigos y vecinos nos acompañaron, en un gran banquete, al son de marimba, cununo y guasá, todos animados por el viche, la toma seca y el arrechón.

Pasaron meses de meses para que yo, que siempre hablo, hablara. Estaba sentada en una banca afuera de la casa de mis Tatas, mirando a los pescadores remar río arriba después de su día de trabajo, cuando decidí contarles sobre la isla, sobre Maisha.

- ¿Maisha? —dijo mi Tata. Esa es la leyenda de Tafaris, “la esposa de la muerte”.

Una mujer de unos treinta años que nunca salía de su casa, no comía, ni bebía nada, se quedó sin amigos y sin familia. Ella cargaba una maldición. Se dice que la muerte se enamoró de ella cuando tenía unos ocho años y estaba muy enferma. Entonces fue la muerte a visitarla para robarle la vida, la miró y vio los ojos más puros que jamás en su eternidad había visto. Se enamoró perdidamente de ella y supo que la única forma de tenerla era conservándola siempre con vida. Pero Maisha, que entre los vivos era rechazada, sufría mucho. En su familia la trataban como a un monstruo pues, al igual que su enamorado, percibía los últimos suspiros de vida de una persona. Aquel olor nauseabundo que emanan la carne podrida y la sangre seca dentro de las venas, el sabor a metal que deja la sangre en la boca cuando se descuenca. Si ella, al mirar a alguien a los ojos o rozar sus manos, sentía aquello, en cuestión de un par de días esa persona moría. Quienes no entendían la maldición, rogaban a Tafaris que les diera vida.

La muerte enfureció el día en que Tafaris le gritó que nunca sería suya. Así que quitó cuantas vidas pudo a su alrededor, como cercándola, como retándola, y ella, que no soportaba tanta soledad, tanto rechazo, empezó a usar velos embebidos de fragancias florales para cubrirse el rostro, y que, según creía, podrían librarla hasta cierto punto de aquel mal que portaba. Un día, cuando vio que nada surtía efecto, desapareció y nadie supo más de ella. Desde entonces se dice que la muerte pena buscándola por doquier. Porque la ama. Porque la necesita.      

 

***

Nos siguió hasta Tumaco, le era inevitable dejar ir a Enam, quizá porque nunca antes se había enamorado. La vieron caminando por las calles con vestidos largos, velos embebidos de aromas florales sobre su cabeza y la mirada perdida en el infinito. No salíamos de casa, temerosos, esperando que se cansara de buscarnos y se marchara. Pero ella insistía, deambulando sin cesar por las calles.

 

Una noche volví a ver la muerte a las puertas de mi casa y otra vez se reía de mí, solo que esta vez la enfrenté.

 

─Si venís por mí, déjame decirte que no te tengo miedo y que conocí a Tafaris. Está aquí en Tumaco, vino a buscar a mi Enam, porque se enamoró de él. ─le dije.

 

Sin mentir, fue la primera vez que vi fuego en unos ojos, que ardían como deben arder en el infierno los pecados mortales en el alma de los condenados. Dejó atrás sus risas y supongo que salió a buscarla, no sin antes marcar con una extraña señal la entrada de nuestra casa. Desde entonces la muerte esa no ha vuelto y de Tafaris no se volvió a saber nada, ni en Tumaco, ni en otra parte. Pero cuando el mar le sirve de espejo a la luna, algunos dicen que se ve la silueta de una mujer que sale a pactar tiempo con el tiempo y a embolatar a la muerte.