Sobre la atención y la lectura. Una conversación con Gustavo Álvarez Gardeazábal

Por: Alejandro Ponce De León

Arte por: Juliana Castro

Para muchos de sus lectores u oyentes, amigos u opositores, Gustavo Álvarez Gardeazábal es una de las voces más influyentes de la opinión política colombiana. Si bien su obra magna Cóndores no entierran todos los Días [1972] es un texto imprescindible para los colegios y universidades de todo el país a la hora de ilustrar la violencia partidista de mediados de siglo XX, me atrevo a decir que fue su participación en el programa radial La Luciérnaga –dirigido entonces por Hernán Peláez–, lo que lo inmortalizó dentro del imaginario social colombiano reciente.  

Este Tulueño, nacido un día de los muertos –31 de octubre de 1945–, desde muy joven se convirtió en el «espectro» que acecha la mojigatería y la corrupción nacional. Publicó su primera novela, Piedra Pintada [1965], como una crítica directa a Monseñor Félix Henao, lo que le mereció su expulsión de la Universidad Bolivariana –donde Henao era rector–; y desde entonces, su voz se ha caracterizado tanto por su infalible independencia de criterio como por su temeridad a la hora de señalar la comisión de injusticias, siempre, por y a nombre propio.

«Gardeazábal» –pues apela, primeramente, a su apellido materno– y yo nos encontramos a principios de febrero, a través de una video-llamada. Con él, el tema de conversación nunca se agota, incluso  la simple recapitulación de trayectoria puede llegar a ser interminable. A la fecha, ha publicado cerca de tres decenas de libros, ha sido merecedor de un sinfín de premios y reconocimientos –entre ellos Doctor Honoris Causa en Literatura–, ha sido catedrático, locutor radial, concejal de Cali, alcalde de su natal Tuluá, gobernador del Valle del Cauca y, en algún momento, hasta «presidenciable». Sí bien hoy es un hombre dado a los nuevos medios –se le puede leer tanto en su columna en el diario de distribución gratuita ADN, como en Facebook, Twitter–, Gardeazábal nunca ha abandonado su vocación literaria: En 2016 publicó su más reciente novela El Resucitado y, como me lo confesó, se encuentra escribiendo tres libros más, entre ellos, la primera entrega de su autobiografía. Gardeazábal es imparable. Gardeazábal es libro, Gardeazábal es verbo, Gardeazábal es palabra:

Empecé a leer antes de lo que normalmente leían los niñitos. Mi padre era devorador de periódicos –por lo menos dos o tres periódicos llegaban a casa–, y a mí me causaba mucha impresión ver cómo, cuando llegaba del trabajo, se sentaba a tomarse un par de wiskis y a leer debajo de una lámpara. Yo trataba de imitarlo, hasta que un día mi madre me encontró en esas y me preguntó: «¿y usted que está haciendo?». «Pues leyendo», respondí. «Usted no sabe qué son las letras».

Parece que tenía tres años cuando mi madre me enseñó a leer. Sacó la tabla de una cama y, con un carbón vegetal, empezó a ponerme las letras una por una, mientras me decía cómo sonaban. Como yo he tenido una memoria que me ha servido para joder, me aprendí eso en dos patadas y, antes que nada, ya estaba tirado en el suelo leyendo periódicos. Lo primero que hizo mi padre –que era un alcahueta– cuando descubrió esa capacidad de leer, fue comprarme El Libro de Oro de los Niños; una colección de seis tomos donde había toda clase de literatura, desde poemas hasta los mitos griegos. Allí leí por primera vez Ivanhoe. Eso lo devoré rápidamente, por lo que mi padre se apareció un día con la colección completa de la Enciclopedia Pulga. Ahí me leí los resumenes de varios clásicos, desde El Quijote –que después nunca más lo volví a leer– hasta Madame Bovary. Cuando ya cumplí cuatro años, mi abuelo Marcial –el librero del pueblo– muere, y arruman su librería en un clóset. Por esos mismos años yo empiezo a visitar a casa de la abuela viuda, a comer grosellas con sal y a leer todo lo que podía sacar del closet. Allí encontré un ejemplar de la Nouvelle Revue Française y me puse a leer a Marcel Proust sin siquiera saber quién era Proust. Y es que en la Tuluá de 1950 no había biblioteca pública, en el colegio no había biblioteca; por lo que la biblioteca se convirtió el archivo del abuelo, o lo que había dejado los siglos sin habérselo llevado.

Mi padre, un autodidacta que había conseguido plata viniendo de Antioquia al Valle sin haber pasado de segundo de primaria, también tenía sus libros. Cada vez que yo veía libros en su mesa de noche, los leía. Recuerdo muy bien –porque eso me ha servido para unas amplias satisfacciones en algún momento de la vida– que en mi casa estaba el mamotreto de las memorias de la madre Laura. Mi padre adoraba a la madre Laura porque ella se había enfrentado a Monseñor Builes, el obispo mayúsculo de todos estos territorios, godo ultraconservador, perseguidor de liberales y negado a toda modernización de la iglesia. Leí a la madre Laura completamente, y cuando pasó el tiempo, me volví fanático. Me parecía increíble que esa mujer hubiera hecho todo ese poco de cosas, y además que pesara lo que pesaba –era más o menos como un hipopótamo. Tanto así, que el día que canonizaron a la madre Laura, me conseguí dos botellas de Dom Perignon, me senté frente al televisor a las dos de la madrugada a ver la canonización, y cada que mencionaban a la madre, me servía una copa y gritaba con entusiasmo «a ver obispo hijueputa, salí del infierno para que veas que la otra ya es santa». 

En un ensayo titulado Sobre la lectura de libros [1920], Hermann Hesse reflexiona sobre las múltiples disposiciones que un lector toma ante una obra literaria. Para Hesse, existe una gradiente en la manera en que como lectores nos relacionamos con los textos, comenzado, en un extremo, con el lector «ingenuo» –el más habitual–; aquel que se relaciona con el libro de la misma manera en que se come y bebe: a saciedad. Para el ingenuo, el libro guía y el lector sigue; toma las palabras como si fueran objetivas y por ello las asume como verdad ultima. Al otro extremo se encuentra el lector «libre», quien se enfrenta a su lectura con total independencia. Él no desea educarse ni entretenerse, más bien, utiliza el libro como punto de partida. En esencia, no le importa lo que lee. No necesita un filósofo para aprender de él, tampoco lee a un poeta para aceptar su interpretación del mundo. Lee y juega con la lectura en la medida en que se relaciona con su mundo.

Siguiendo esta pista, quise saber cuáles fueron las lecturas que marcaron la obra de Gardeazábal; aquellas que le permitieron encontrar la voz narrativa con que escribió sus primeras líneas, aquellas que lo «liberaron»:

La orientación de la Facultad de Filosofía, Letras e Historia de la Universidad del Valle (Cali), era francesa y, como tal, fui educado en la estructura francesa. A nosotros nos enseñaron a leer a Proust, a Camus, y a todos los clásicos. Pero yo, de vergajo sinvergüenza, me puse a leer a Azorin y a estudiar Las Sonatas de Valle-Inclán para sacarles los ojos a todos los otros que no lo habían leído. No puedo negar que esos esperpentos Valle-Inclanianos influyeron en la forma en que yo escribí después; como debió haber influido todo, porque he leído desde tan temprana edad y con tanto ritmo que no puedo decir con exactitud qué fue.

Pero imagino que en la medida en que uno se va envejeciendo, la influencia se decanta. Uno a esta edad, en el fondo, lo que trata es de corregir. Por ejemplo, ahora estoy escribiendo tres libros al mismo tiempo, algo que nunca antes había hecho, y he sido capaz de llevar los tres ritmos. No sé si es porque la vejez da más tiempo o porque uno ya va eliminando con quien conversar. No vale la pena gastarle mucho tiempo a mucha gente tonta. Y Si me vienen a buscar, pues bueno, yo les doy mi criterio. Pero ya no lo hago con tanto énfasis. 

Desde mi primera lectura, he sentido que Cóndores no Entierran todos los Días exige del lector un tremendo ejercicio de atención. En latín, el verbo atender significa, literalmente, estirarse hacia algo. Compuesta del prefijo «ad» –hacia– y el infinitivo «tendere» –estirar–, atender invoca una imagen de una persona inclinada, dispuesta a identificarse con el otro. Prestar atención es una manera de estar presente en un espacio impropio, es “ponerse en los zapatos del otro”, es asistir y estar presente, tanto en cuerpo como en alma, en la experiencia ajena. Precisamente, Cóndores abrió mis ojos por vez primera a las fibras de la cotidianidad; allí donde irrumpe y donde se robustece la violencia propia a la confrontación armada colombiana. Como investigador social, he escrito sobre estas mismas texturas, pero muchas veces me pregunto ¿Qué puede lograr la novela que otras formas de escritura no pueden?

Lo que pasó en Colombia había que decirlo a través de la novela, porque los periódicos eran partidistas y lo que contaban lo contaban sesgadamente o simplemente no los contaban. Además, en esos años, lo que se podía contar desde la provincia merecía todo el desprecio de las oligarquías santafereñas, que casi siempre han gobernado a Colombia. Ese desprecio había llevado a minimizar la producción provinciana, a combatir la novela de Violencia por costumbrista, y a decir que no se necesitaba más porque lo que se necesitaba era la novela urbana. Era más o menos como si Monseñor Builes hubiese decretado, con una bula, «a partir de hoy, todos tienen que escribir novelas urbanas».

Cuando yo entré a estudiar en la Universidad del Valle, coincidí con la llegada de un grupo de profesores excepcionales, todos pagados por la Fundación Ford y la Rockefeller, de la universidad de Notre Dame. Eran profesores de posgrado para nosotros, que apenas estábamos en pregrado. Fue así como tuve la oportunidad de asistir a un curso que dictaba el profesor Walter Langford, especialista en novela de la revolución Mexicana, a quien le oí cómo la revolución se había convertido en motivo de orgullo para el pueblo Mexicano. Decía él que la mejor medida de aquel orgullo era la cantidad de novelas que se habían publicado sobre la revolución. Yo le dije que el criterio con la colombiana era distinto, que no sé cuánto y no sé dónde, y de esa discusión surgió mi tesis de grado La novela de la Violencia en Colombia, donde estudié todas las novelas que se habían escrito sobre la violencia en Colombia hasta 1967. De ese balance me di cuenta de lo que se había y lo que no se habían escrito, y encontrándome con esos vacíos, me senté a escribir Cóndores no Entierran todos los Días. Cóndores… es el fruto de la academia, es fruto de mis antenas puestas, y el fruto, obviamente, de mis lecturas.

En una famosa carta a Oskar Pollak [1904], Kafka escribe: «Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros.» Atender es, ante todo, una disposición ante el futuro; es un compromiso al cambio, a entender una experiencia que marcará la forma en que nos relacionamos con el mundo. La literatura, al condicionar nuestra atención, sin duda nos transforma; no en vano Galileo creía que los libros son nuestro único medio de tener poderes sobrehumanos. Sin embargo, en tiempos de hipermodernidad e hiperindividualismo, la literatura ha entrado en desuso. De acuerdo a los datos proporcionados por la  Encuesta de Consumo Cultural del DANE en 2016, los índices de lecturabilidad en Colombia son cada vez más bajos. ¿Qué puede llegar a significar esta falta de atención para una sociedad?

Hay una palabra que ya no existe en el diccionario de moralidades, y es la palabra «avidez». Antes, la lectura era para una clase exclusiva. Cuando [Johannes] Gutenberg logró imprimir sus primeras biblias, permitió a más lectores satisfacer su avidez por el conocimiento. En la medida en que la escritura fue convirtiéndose en un instrumento usado por los dueños del poder, hasta cuando aparecen todas las primeras manifestaciones de neoclasicismo y la convierten en la herramienta formativa hasta para obligar a la etiqueta –que todavía heredamos–, siempre fue la avidez la que guio la literatura hasta su cúspide. Esta es la misma avidez con que se leyó a George Orwell en 1944 –cuarenta años antes de que llegara el 84– y es la misma avidez con que se sigue leyendo, cuando se lee.

Creo que, como parte del proceso de la modernidad, la excesiva sistematización del conocimiento y la experiencia ha frenado la avidez por la lectura, al punto que esta está por  desaparecer. Hace 50 años, yo me peleaba por tener un libro, ahora con hundir una tecla, puedo llegar a todas las bibliotecas del mundo. Sin embargo, allí la paradoja: cuando abundan las facilidades para la lectura, la gente ya no quiere leer. Ahora, la pantalla nos permite comunicarnos de otras maneras, los dispositivos en nuestros oídos nos permiten hacer otro poco, la castradora reducción de los caracteres del Twitter median lo que escribimos; ya no hay esa avidez con la que antiguamente se leía un libro, mucho menos una la novela.

Yo vengo predicando hace varios años que, en Colombia, los lectores de novelas se están acabando. Las editoriales no lo aceptaban, pero yo, que vendí 100.000 ejemplares de El Divino hace 30 años y ahora me costó un trabajo terrible vender 15.000 ejemplares de El Resucitado, sí podía medir lo que estaba pasando. Soy nieto de librero y tenemos formación de saber que quiere leer la gente, pero además tengo capacidad de observación: las librerías se acabaron. Los lectores de 25 años para arriba cada vez son menos, y ya los viejos no leen. Y si los viejos, que fueron educados leyendo ya no leen porque se cansaron, ¿Quién va a leer? Pues entonces leen los de obligación, los estudiantes. Pero yo comparo la educación de hoy con la forma en que a mí me enseñaron a hacer el amor ¿cómo me enseñaron a mí? de oídas. ¿Cómo aprendió tu generación? por videos. ¿Y los de ahora? por computador. Cuando empiezan todas esas diferencias a palparse, es evidente que el mundo ha girado mucho más vertiginosamente que nuestra capacidad de adaptarnos a los nuevos medios.

La obra de Gardeazábal es muy versátil. Cóndores no Entierran todos los Días fue llevada al cine en 1983, por Francisco Norden. De El bazar de los idiotas [1974] y El Divino [1986] se produjeron telenovelas. Manual de crítica literaria [1978] es un libro para universitarios, mientras que Las cicatrices de don Antonio [1997] es catalogado como literatura infantil. Siempre innovando, su más reciente proyecto, El Jodario, es una plataforma web desde la cual comparte diversos contenidos digitales. ¿A qué responde esta determinación de buscar  otros medios?

La mejor manera de no perderme del panorama nacional es a través de los nuevos medios. Luego de trabajar 10 años en La Luciérnaga y de ser sacado a patadas de allí, dije «bueno, hay que caer en alguna parte porque yo no voy a perder mi capacidad de análisis diario». Allí monté El Jodario, que es una conversación con [Hernán] Peláez todas las mañanas, transmitida a través de Spreaker. Al principio, el número de visitas era muy reducida, hasta que comencé a subir la columna que publico todos los días en ADN.  Hoy, soy el único columnista diario en Colombia, con circulación gratuita en cinco grandes ciudades y por lo menos 20.000 lectores básicos diarios en línea. Como había que resumirle a los perezosos lo que decía una columna de 1.200 caracteres en 140, también empecé a escribir a través de Twitter, y eso lo replico en Facebook. No sé qué piensen mis lectores de ahora. Es posible que a la gente le parezca igual de imbécil que les parecí hace 47 años cuando escribí Cóndores… y casi me matan. O cuando vieron que yo fui capaz de sacar 757.000 votos para ser electo como gobernador hace 20 años. El resultado final es que Gardeazábal no se ha muerto.

Sin embargo, la novela es la que sí está agonizando, pues ya no tiene razón de ser. La novela tenía razón de ser cuando napoleón III era el dueño de Francia, y cuando [Honoré de] Balzac y [Gustave] Flaubert entretenían a la gente en sus salones de no hacer nada. Escribir una novela es inventarse una realidad para que, tal vez, esta no se discuta. Mi generación fue la primera en estabilizar esa verdad de a puño: si usted quiere que una verdad se olvide en Colombia, métala en un libro. Así de sencillo. La novela nos dejaba la posibilidad de inventarlo, por eso solo yo cuando tenía 25 años –porque ahora no tengo esa genialidad– pude escribir un Cóndores… que reflejaba todo lo que se había vivido y lo que la gente quería saber –era la avidez por el conocimiento.

Vea lo que le paso a la poesía. La poesía era el medio de comunicación en el siglo XVIII. Si vos querías describir «el arroyo cantarín que baja por la montaña, cual potro...», pues escribías  un poema. Por eso con la llegada de la fotografía, se empezó a morir la poesía. De la misma manera en que con la llegada del cine comenzó a morirse la novela. Se está muriendo, y sigue muriéndose; pero eso no significa que sea la muerte de la lectura, ya que todavía tenemos la obligación de leer la pantalla. No sé si sea bueno, para mi es simplemente otra manera de relacionar las ideas y el tiempo, exigiéndonos abandonar su desarrollo de las primeras para así enfocarnos en la inmediatez de los titulares.

Muchas voces vigentes en la literatura colombiana –pienso en Alonso Sánchez Baute, Rafael Baena, o más recientemente Giuseppe Caputo– han abordado la pregunta por la Violencia y la cotidianidad en las regiones, de la misma manera en que Gardeazábal, tenazmente, lo hizo en los setenta, cuando escribió Cóndores… Aunque mucho se ha escrito de la influencia de García Márquez o de Fernando Vallejo en la literatura colombiana ¿Cuál es el legado de Gardeazábal?

No creo que yo haya influido a ningún autor, o hasta ahora no lo han reconocido. Para muchos, yo fui un esquivo pretencioso. Pero nadie juzga mejor que el tiempo. Hace cuarenta y siete años que salió la novela y todavía se sigue publicando, se sigue vendiendo, y se sigue leyendo. Cada vez la estudian más; tanto que la volvieron obligación en colegios y universidades. Sin embargo, Cóndores… no se quedó como la novela, sino como la Historia. Se quedó como el testimonio de un momento que se sigue repitiendo en la historia nacional. Y Cóndores… no es historia, es novela. El lector de "Cóndores" de hace cuarenta años tenía avidez por saber lo que en su casa no le contaron y en los periódicos no leyó. Los lectores de ahora no les interesa saber por qué sino el qué. A ellos poco o nada les interesa la historia de donde vivieron, porque han vivido en eterna violencia y viven comparando lo que ellos están viviendo con lo que pasó. Les parece, todavía, aterrador lo que paso, pero muy igual a lo que está pasando.

Me pase la vida sorprendiendo, y yo no me deje sorprender de ella. Por eso vivo ahora tan tranquilo, no me muevo sino a lo que quiero, converso con el que me parece que vale la pena, y ahí voy. Sé que Cóndores…, a cerca de 50 años de editado, va a entrar al nicho de la eternidad. De eso ya no me quedo duda. Por eso en mi lapida en el Cementerio Libre de Circasia, que revisaré la semana entrante con el escultor, dirá «Cóndores no entierran todos los días».