
Traduciendo a Lygia Fagundes Telles: una breve presentación

La novela comienza cuando el narrador y protagonista se entera de la existencia de dos piezas que funcionarán como las piedras angulares de la historia: una vértebra de la columna vertebral herida de Jorge Eliécer Gaitán y un fragmento del cráneo destrozado de Rafael Uribe Uribe. Estas reliquias de la violencia del pasado político de Colombia son el detonante de una investigación casi arqueológica por medio de la cual Juan Gabriel Vásquez se propone reconstruir las relaciones existentes entre ciertos momentos históricos que cada vez se dibujan más claramente como hitos del siglo XX colombiano: el asesinato de dos “padres de la patria”, que pondrían fin a sus promesas de cambio político y social. Es así que el título adquiere sentido: los objetos que el protagonista recolecta son las ruinas de un proyecto de nación inconcluso, y síntomas del síndrome de la “violencia” en Colombia desde hace algo más de un siglo. Entre esas ruinas, ya vacías y olvidadas, hacen eco los magnicidios, los asesinatos de quienes hubieran sido los grandes “padres” que la “patria” “necesitaba”. Esta es una historia de las masculinidades fallidas y de las paternidades truncadas de la nación, así como de los efectos de estas mutilaciones violentas en sus ciudadanos a nivel individual.
En este sentido, es indudable la similitud de La forma de las ruinas con una novela anterior de Vásquez, El ruido de las cosas al caer (2011). Ambas son historias de búsqueda en las que el protagonista indaga por un pasado traumático. Además, en ellas la problemática experiencia de la paternidad es un eje central (evidente también en la figura del padre y su relación con los inmigrantes alemanes que da en libros anteriores como Los informantes (2004), o en Las reputaciones (2013), recientemente ganadora del premio a la creación literaria de la Casa de América Latina en Portugal). Los personajes principales de las dos novelas se ven de repente y sin buscarlo involucrados con la violencia del país, que les genera un conflicto personal que pone en juego su masculinidad y la posibilidad de ejercer su paternidad. En El ruido de las cosas al caer, el personaje principal sufre de impotencia como secuela de una herida sufrida en un atentado contra un amigo del que resulta una víctima indirecta, y termina alejándose de su esposa y de su hija, en su búsqueda por entender el misterio de la muerte de Ricardo Laverde. En La forma de las ruinas, sufre al no poder cumplir con su rol como padre y esposo ante un embarazo de alto riesgo que amenaza el bienestar de su esposa y la vida de sus futuras hijas, debido a su progresivo interés –convertido casi en obsesión– por la historia de los magnicidios irresueltos de la historia de Colombia, que reviven en su memoria el impacto que le causó un asesinato del que fue testigo en su juventud desde un salón de clase de la universidad. De este modo, ambos personajes padecen la violencia generalizada del país, con la que no están directamente involucrados y de la que se sienten apenas espectadores, pero que termina por afectarlos profundamente de manera personal al impedirles asumir el rol patriarcal que ocupan dentro de sus respectivas familias; de la misma manera en que le impide a los “grandes hombres” de la “patria” asumir su rol patriarcal con respecto a la nación (que queda “huérfana”) en los magnicidios en los que se centra la novela.
Es interesante rastrear esta condición de crisis en la masculinidad y paternidad en otras novelas colombianas, desde La Vorágine, y pasando por Sin remedio, se puede seguir cierta tradición en la que el narrador único del relato es un hombre bogotano blanco, de clase alta, letrado y poeta, que tiene relación conflictiva de posesividad y rechazo hacia su pareja y hacia la posibilidad de tener un hijo con ella. En el caso de La Vorágine, la búsqueda de Alicia, embarazada, y la idea obsesiva de recuperar a su hijo y liberarlo de la esclavitud de la selva, motiva la búsqueda de Arturo Cova que lo lleva hacia su propia destrucción. En el caso de Sin remedio, la negativa de Ignacio Escobar a ser padre precipita su ruptura con su pareja y su progresiva decadencia nihilista. Por otra parte, ambos personajes plantean una dicotomía entre su función como individuos masculinos y el entorno que los rodea, al que se aproximan como intelectuales en conflicto. Asumiendo una condición privilegiada de letrados, y siendo al mismo tiempo críticos ácidos de la hipocresía moral, de la desigualdad y de la violencia de la que son testigos, estos personajes se presentan a sí mismos como poseedores de una capacidad para ver por entre las fisuras del proyecto histórico de nación en ruinas. Es decir, aún siendo parte integral del engranaje de privilegio, violencia y desigualdad, estos personajes pretenden asumir una posición neutra desde la que podrían ver “mejor” que los demás –que el supuesto pueblo ignorante de su historia–. El narrador es un personaje que, a pesar de despreciarse, estima como superiores sus formas de conocer, pues se siente obligado a cumplir un rol particular que ha sido previamente determinado por su género, su clase, su raza y su región: por eso, tal vez, es que no es capaz de ceder su voz en el relato.
Ahora bien: aunque esta novela hace un fuerte énfasis en la cuestión de la masculinidad, no reflexiona sobre los paradigmas que la sustentan, lo cual se hace evidente en la minúscula aparición de personajes femeninos, que se limitan casi exclusivamente a la esposa y las hijas del narrador. Si bien él mismo declara que el motivo por el cual intenta entender el pasado de su país es su interés por el futuro de sus hijas, éstas parecen ser siluetas vacías, que funcionan más como elementos que hacen parte del entorno del hogar del protagonista –a veces, casi adornos–, que como personajes complejos con una voz o un rol activo dentro de la trama. El narrador, además de que nunca pone en cuestión los asuntos de género que toca, tampoco cuestiona los conflictos de clase o raza de manera significativa en la novela en tanto no hay una preocupación por negociar de alguna manera su estatus privilegiado en la sociedad. Tan solo en los episodios en los que se hace un recuento histórico se pone en relieve una distinción socioeconómica que, desde la contemporaneidad desde la que es relatada la historia, pareciera superada, invisible o inexistente para el narrador. ¿No es eso acaso contradictorio con el proyecto de reconstrucción histórica de las violentas fisuras de la nación que se plantea la novela desde el principio? ¿No va esto acaso en contravía de sus intenciones de contar posibles verdades alternas, versiones diferentes de la historia?
En esta novela, como en El ruido de las cosas al caer, el protagonista se sumerge poco a poco en un proceso de investigación –de búsqueda de memoria y sanación– para entender las causas de la violencia nacional que ha llegado a afectar profundamente su vida familiar, lo cual implica no solo una indagación de historias de vida personales –la de la familia de Ricardo Laverde en El ruido de las cosas al caer, y las de Francisco Benavides y Carlos Carballo en La forma de las ruinas–, sino de todo un entramado de acontecimientos históricos fundamentales para el país, como los atentados contra Uribe Uribe, el ascenso y la caída de Gaitán, y el surgimiento del narcotráfico en Colombia. La palabra “conspiración” se vuelve así uno de los ejes fundamentales de la novela, cuyas 550 páginas prometen ser una versión apócrifa que resuelva y sacuda la versión oficial de los asesinatos de los dos próceres. El protagonista y narrador, que se identifica explícitamente con el autor, Juan Gabriel Vásquez, en un giro autobiográfico dado por primera vez en su narrativa que remite al proceso de construcción de la novela misma, nos cuenta que busca cumplir una deuda, un encargo que Carballo, complejo personaje despreciado por el narrador, le hace: que escriba la gran novela sobre la historia de los magnicidios en Colombia –en particular el de Gaitán– y que se atreva a narrar eso que nadie ha narrado, esa versión a la que solo algunos han podido tener acceso y que cierta clase política dirigente se ha encargado de silenciar. En este sentido, la novela es una historia sobre su escritura misma, una narración sobre cómo Juan Gabriel Vásquez llegó a ella y al archivo de objetos, documentos, libros y memorias que habrían dado origen al texto que los lectores tenemos en nuestras manos.
Así, la historia recurre a un gesto típico de la novela latinoamericana, según Roberto González Echevarría, quien en su teoría de la narrativa latinoamericana, Mito y archivo, sostiene que “la característica más persistente de los libros que han recibido el nombre de novelas en la era moderna es que siempre han pretendido no ser literatura”, y que en su pretensión de no ser literarios, de ser “autobiografías, una serie de cartas, un manuscrito hallado en un baúl y así sucesivamente” (2011, 36-37), convergen en su “regreso atávico” al archivo que les da origen, que en la novela latinoamericana del siglo XX ha implicado un constante retorno de la ficción al archivo textual e histórico.
Sin embargo, La forma de las ruinas prioriza un recuento histórico en el cual la posibilidad de crear una nueva versión de la historia oficial cae en las mismas estrategias narrativas usadas previamente para construir el relato tradicional de los acontecimientos. A pesar de su promesa de poner a tambalear los cimientos sobre los cuales se construye una verdad histórica en términos estéticos, La forma de las ruinas reconstruye con métodos similares a los del periodismo una historia que se fundamenta en un testimonio que, para proponer una historia paralela, depende de la labor de ese hombre que en su condición de figura pública letrada es capaz de recrearla de forma narrativa, algo para nada divergente al proceder de los conspiradores denunciado en la novela. En este sentido, ésta falla como producción ficcional, en gran medida, porque después de la abundante información novedosa y apócrifa recogida en el relato, no es capaz de estipular en la narración una forma estética que permita poner en duda la forma de producir historia desde los medios oficiales. Aunque el relato de Uribe Uribe permite imaginar a partir de una conspiración verosímil un episodio histórico que contraviene la historia oficial del asesinato, el núcleo de la novela, el asesinato de Gaitán, queda sin resolver en tanto que la versión cargada de certeza y afecto que Carballo relata al narrador no trae consigo el peso suficiente para refutar la narrativa tradicional ni sembrar la duda en las posibilidades de su recuento.
Si la novela se presenta como un proyecto para revisar la historia tras el nueve de abril del cuarenta y ocho, su versión oficial fracasa puesto que no se construye sobre la falta de certeza que busca presentar, no tiene una estructura que permita la ambigüedad y la duda, ni un desarrollo que desconfíe de las fuentes, que al final se exponen como verdades a medias. La forma de las ruinas es una novela sobre la duda que, paradójicamente, está muy segura de sí misma por su capacidad de reformar la historia a partir del relato, que tiene un narrador igualmente pagado de sí mismo y de su deber histórico como relator, que esboza una historia cuyas partes, aunque se empecine en argumentar lo contrario, encajan perfectamente en un rompecabezas que, más que cuestionar un recuento oficial, reafirma su existencia al servirle como texto apócrifo. La versión conspirativa existente en la novela revalida la historia oficial de los magnicidios y su relevancia dentro de la narrativa nacional, dejando de lado una oportunidad para cuestionar cómo se la puede volver a contar a la luz de una preocupación literaria. Conocemos el potencial narrativo de Vásquez, es notoria en esta y en otras novelas su capacidad para contar un cuento como lo haría un embelesador, un cuentero, uno de esos palabreros que van de pueblo en pueblo. Sin embargo, las fórmulas narrativas a las que recurre en esta novela parecen insuficientes y repetitivas: por un lado, el reporte periodístico, y por el otro, ese esquema narrativo del hombre traumado que indaga en el pasado (mediante el archivo y el testimonio) para sanar heridas tanto personales como nacionales.
La forma de las ruinas es un trabajo de investigación tremendo, sólido, documentado y con una gran fuerza a la hora de cuestionar, recrear e imaginar sucesos, pero vale la pena preguntarse si aún tiene vigencia la tradición en la cual claramente se puede insertar, esa en la que el hombre letrado de la capital intenta curar a partir de la letra dos traumas con la cara de uno: el suyo, como hombre incompleto, y el de la nación, ante el cual se siente un sujeto extraordinariamente responsable y al mismo tiempo inocente.
Queda la incógnita de si la novela logra poner sobre la mesa una propuesta interesante para resolver el trauma de la masculinidad truncada que, aunque en extremo cuestionable, parece ser necesario sanar en el imaginario político y en la literatura nacional. Es evidente, también, que hay en nuestras letras un proyecto irresuelto con respecto a las posibilidades de recordar o imaginar el pasado. No se hace una revisión de las posibles fuentes a las que se acude para reconstruirlo, ni se pone en duda el aparentemente irremediable hecho de encontrar a cada paso en el archivo referentes repetitivos –tales como los magnicidios– en los que descansa la posibilidad de un cambio radical en la historia colombiana. Es decir, no se cuestionan por completo los métodos tradicionales para acceder a una verdad histórica a partir de la investigación periodística, ni se pone en tela de juicio el discurso épico que supone que la historia nacional se define en el destino de sus figuras patriarcales. Aún así, aunque tal vez Vásquez falla a la hora de encontrar una forma para transmitir una duda manifiesta sobre el proceso de historización sin reafirmar el modelo patriarcal, letrado y racionalista, consigue poner bajo la lupa de la literatura dichas preocupaciones. Si bien La forma de las ruinas puede desilusionar como remedio literario para sanar el trauma nacional, sin duda puede decirse que da cuenta de una sintomatología que, a la luz –o ante la penumbra– de la novela, hace visibles los problemas propios de la narrativa contemporánea del país.
Autor: Juan Gabriel Vásquez
Título: La forma de las ruinas
Año: 2015
Editorial: Alfaguara
P. V. P.: $ 52.000
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