
Crónica que cuenta de la visita de un grupo de escritores a un admirado muerto.

Hoy fui a la calle en la que vivió García Márquez cuando se mudó a Barcelona. No pude averiguar el número, pero sí la calle y esperaba encontrar algo que me indicara el lugar exacto. Una placa o un negocio que se llamara “Compra y Venta Gabo”, “Hotel Gabo”, lo que fuera, pero fui y no encontré nada. Me bajé en la estación de Sarrià y caminé guiado por el mapa que mostraba el iPhone. Era un barrio con algunas casas de antes de la Guerra Civil e iglesias de aspecto medieval, pero la mayoría eran edificios nuevos o de las últimas décadas con no más de cuatro o cinco plantas. La calle Caponata, cerca de una plaza donde se alza un santo mártir, era más bien anodina, con edificios comunes que me hacían olvidar que estaba en Europa. Caminé las dos cuadras que dura la calle pasando de una acera a la otra y mirando a los edificios y adivinando en cuál hubiera podido vivir García Márquez. Éste se había ido a vivir a Barcelona después de publicar Cien años de soledad y de que esta novela se convirtiera en un éxito mundial y él fuera lanzado al estrellato literario. En algún edifico de esa calle había escrito El otoño del patriarca, la que es tal vez su mejor obra, mucho mejor, y de lejos, que Cien años de soledad.
En una foto que su hijo Rodrigo le tomó en el apartamento de Barcelona, García Márquez aparece descalzo detrás de un escritorio pequeño. El afro le comienza a crecer, como será la moda que se imponga en los años 70 y como lo llevará de allí en adelante. Parece estar finito, como el carro que acaba de salir del taller o como el púgil de boxeo que está en la mejor racha de su carrera y esa finura se le ve en el rostro. Un rostro maduro, relleno, con algunas canas y la serenidad que le ha dado la experiencia y la confianza en sí mismo. El escritorio es tan pequeño que impresiona que allí haya podido escribir su mejor obra. Apenas si cabe una máquina de escribir y algunas hojas que revisa muy concentrado. Nadie sabe muy bien cómo era el proceso de escritura de García Márquez. Cuántos borradores, cuántas versiones y cuál era el orden en que iba escribiendo. Todo de corrido como si las musas se lo dictaran o tan estructurado en la redacción y luego tan bien mezclado en la edición. Y allí, en ese escritorio tan pequeño, ovoide y que parece una mesa auxiliar de poca importancia y diseñada para poner el teléfono y a lo sumo un bloc de notas, García Márquez se había sentado desclaso a la luz del mediterráneo y había escrito sobre un dictador, vaya tema más trillado, pero lo que había escrito era un poema de trescientas páginas sobre la belleza y el horror.
Decepcionado me devolví por Caponata observando muy bien cada edificio e imaginado si era o no digno de García Márquez. En realidad conocía muy poco de él como para adivinarle el gusto. Es más, antes lo odiaba o me molestaba con su sonrisa de árabe y su mundo literario que tenía que ver tan poco conmigo, con lo que leía y con lo que vivía. Cómo iba a saber a dónde hubiera preferido ir a vivir este corroncho que odiaba tanto a Bogotá. Decían que era muy humilde, pero como dicen de los millonarios, no se triunfa así nada más. ¿Por qué García Márquez y no Germán Espinosa? No se llega a la cima sin ganar pequeñas guerras psicológicas, guerras del mundo del libro, guerras editoriales y sin algo, como siempre ocurre, de suerte. Sin ego tampoco y sin un ego de un tamaño tan grande que después del éxito de Cien años de soledad te dé para no echarte a morir, como Salinger se echó a morir después de El guardián entre el centeno, sino para irte a un apartamento de Barcelona con toda tu familia y escribir tu mejor obra. El efecto de humildad ya estaba hecho, no había escogido el Eixample. Había escogido un barrio pequeño burgués en desarrollo y con una oferta de edificios nuevos. Una vez escogido el barrio humilde podía darse el lujo de escoger lo mejor que hubiese allí.
El número 6 de la calle Caponata es un edificio de cuatro plantas que llama la atención del peatón curioso. No sólo por las palmeras que hay sembradas frente a la fachada y que no hay más en toda la calle, sino porque su arquitectura también es diferente. Tiene un sesgo latinoamericano de la década de 1970. Edificios entre Bauhaus y Le Corbusiere con esas terrazas amplias que marcan la línea y la geometría de la fachada y con paredes de mármol o piedra caliza que con el tiempo van dejando ver manchas de moho. Estos edificios se pueden encontrar en Bogotá por el barrio el Lago llegando a la séptima o en Barranquilla por el Prado luego de que se tumbaran las casas de los años 20 y se introdujera la “modernidad” a la ciudad.
Imaginé a García Márquez escribiendo El otoño del patriarca, revisando y revisando y corrigiendo la concordancia en la complejidad de las voces narrativas. Lo imaginé leyendo a los griegos, a Homero y luego a Sófocles y a Sófocles otra vez y la versión de Séneca de la venganza atrida que él después pondría en el libro. Lo imaginé allí frente a ese escritorio de risa mientras su hijo Rodrigo lo fotografiaba y luego, así descalzo como estaba, se levantaba, estiraba y salía a su terraza balcón. Dejaba que algo de la brisa que alcanzaba a llegar del mar lo despertara y se quedaba mirando a las palmeras, tan pequeñas en ese momento, tan ajenas a la realidad europea, como él, tan chico en el fondo, que necesitaba volver corriendo a la novela para sentirse cómodo. Y se quedaba mirando las palmeras hasta que su hijo lo llamaba y le pedía dinero para más película. No tengo ahora, pídele a mamá, imaginé que le decía y volvía los ojos hacia el escritorio donde tenía el borrador en el que estaba trabajando.
Tal vez la mejor novela sobre Bogotá sea Los almuerzos de Evelio Rosero. Es la ciudad real, no es la séptima paquidérmica de Antonio Caballero, ni la guerra y guerra de Mario Mendoza, Nahum Montt, Sergio Álvarez o Juan Gabriel Vásquez. Una prosa pulida, frases cortas e imágenes contundentes. Los personajes están muy bien delineados y tan bogotanos ellos, tan estrechos. El horror se cuela, cómo no ha de colarse en esa ciudad, pero se cuela de una forma bien justa. En Bogotá no todo ocurre por culpa de la guerrilla, el narcotráfico o los paramilitares, en realidad poco ocurre por esos motivos y la vida sigue y el horror llega por otros lados. Por las envidas, por los amores y desamores y los rencores y resentimientos.
La distancia que hay entre García Márquez y Rosero es la que hay del cielo a la tierra. El estilo es más sencillo y directo y la temática es más realista y urbana. Pero Rosero no cae en el error McOndo de hacer novelas que ocurren en Nueva York o París, pero con calles criollas y madrazos bogotanos. Tal como García Márquez parte de la orilla colombiana y se inscribe en el canon universal, Rosero parte de la orilla bogotana, la hace propia y luego la inscribe en la literatura universal. Y esto sólo es posible alejándose de la enfermedad nacional. Acá ya no está el lugar común del escritor bogotano, letrado y educado en las mismas tres universidades de siempre que habla de la guerra que no conoce. De un horror que ha vivido muy por encima y del que habla sin autoridad y con una preocupación que suena ficticia. Acá está la capacidad por crear un mundo propio, ajeno a los afanes historicistas de contar un horror estereotipado. En Los almuerzos hay horror, sí, pero un horror propio y muy distinto, un horror callado que entra muy suave y tan despacio que el lector no se da cuenta hasta estar al borde de la silla en que lo lee, casi a punto de caer.
La literatura de afán historicista se parece a una fotografía de crónica roja. Directa, con la sangre corriendo del cuerpo abaleado a la alcantarilla más cercana. La literatura de Rosero es más discreta sin dejar de mostrar la herida. Se parece a las fotografías de Miguel Ángel Rojas en los teatros Faenza y Mogador. Si en Los almuerzos el horror llega a una iglesia que parece sacada de Víctor Hugo e incrustada en el sur de Bogotá, sacada de los grabados o de las pinturas negras Goya y puesto de forma tan natural en una triste parroquia bogotana, acá el horror llega desde salas de cine que perecen sacadas de Mapplethorpe o David Fincher. Fotografías tomadas en salas de cine rotativo donde se encontraban los homosexuales de la década de los 70 y se comían literalmente en los pasillos o en las cabinas de los baños. Las fotografías son tomadas con película forzada en el revelado y con tiempos de exposición largos. El grano de plata se ve y los perfiles y líneas de la arquitectura del teatro Faenza se ven corridos, dramáticos en la acción. En alguna de las piezas un hombre de bigote tiene los pantalones abajo y penetra a otro que sigue vestido de cintura para arriba. La mayoría de los hombres tienen bigote, el pelo crecido y los cuellos de las camisas son tan largos y rígidos que hieren a la vista. Nadie sonríe, a nadie se le ve el placer en la cara. Ese es el horror real. Todos están matando, todos se están matando.
La línea letrada, en el sentido de Ángel Rama, va de sur a norte por la carrera séptima entre las calles sexta y ciento cincuenta. Más al sur, al norte o al occidente imposible. La línea letrada se expande, pero se va diluyendo ya por la carrera treinta frente a la Universidad Nacional o el barrio de la Esmeralda y deja de existir como si la ciudad misma se acabara en una sabana cubierta por la niebla.
Calles y carreras. El mismo Ángel Rama se sorprendía del sistema cartesiano de direcciones impuesto en Bogotá, que debió aprender muy bien de Marta Traba, y que se implantó por extensión al resto de las ciudades de Colombia. No sólo como el de Nueva York donde una dirección denota el cruce de calles, me lleva a la 34 con Lexington, por ejemplo, un cruce incierto que luego hay que asociar al número de una calle (la dirección propiamente dicha) que no tiene nada que ver con el cruce. El de Bogotá es un sistema que presupone el cruce de exacto de calles y la posición geográfica de la casa o edificio en cuestión. Me lleva a la calle veintidós número cinco-setenta y cuatro. Cruce de calles seriadas más el número de metros que hay entre el inmueble y la esquina inmediatamente anterior. Las carreras van en sentido sur-norte y crecen de oriente a occidente. Las calles van en sentido oriente-occidente y crecen de sur a norte. Cuando la ciudad pasó de los números naturales y creció más al sur de la calle primera y más al oriente de la carrera primera, a las direcciones se les puso la palabra sur o este, como quien lleva el signo negativo en el plano cartesiano, una letra escarlata, segregada.
La línea letrada va por la carrera séptima que nace en la calle sexta y se extiende al norte y cruza el Palacio presidencial, el Congreso, la Plaza de Bolívar, la Alcandía y la Corte Suprema de Justica. Sigue y sigue y atraviesa la Plaza Santander, en honor al traidor de Bolívar, el edificio de Avianca, el Parque de la Independencia, la Plaza de Toros, el Parque Nacional y la Pontificia Universidad Javeriana. Sigue y sigue y pasa por Chapinero y el parque de los Hippies, por Caracol Radio y luego por la zona financiera de la calle 72. Continúa y pasa por los Rosales y el Lago hasta el monumento de Cristóbal Colón en la calle cien y crece y se hace de varias calzadas hasta llegar a Usaquén y Hacienda Santa Bárbara, vaya nombre para un centro comercial, y la Cantón Norte donde están los militares más queridos y corruptos con sus caballos y tanques de guerra. Continúa y se mete entre los cerros y sigue y sigue hasta que se convierte en el Camino Real, como la llamarón los españoles en el Virreinato de la Nueva Granada. El camino donde se iba hacia el norte pasando por la sabana verde hasta llegar al río y al calor, río que hay que coger de prisa para dejar tanto infierno y tanto moridero y llegar por fin a un puerto donde haya uno o varios barcos que vayan a Europa o Estados Unidos, gracias a Dios, donde están los letrados de verdad y donde podemos ser lo que siempre hemos querido ser. La séptima, la calle letrada, la calle de todos los libros y de todas las novelas y periódicos y acontecimientos históricos. Así Bogotá sea más grande, mucho más y más grande y más bonita y más fea y haya más letras en ella y más violencia y belleza que la que hay en la guerrilla, en el narcotráfico y en un largo etcétera de lugares comunes que plagan las letras colombianas y que hay que desterrar de laguna forma como las desterró García Márquez alguna vez, pero ahora hay que hacerlo desde de la ciudad porque Macondo se secó hace tiempo. La séptima, la línea letrada.
Al oriente están los cerros y está Monserrate y por la V que se forma entre Monserrate y Guadalupe sale todas las mañanas el sol y por las noches la luna. Pegada a los cerros está la séptima y los edificios de ladrillo que crecen a medias tratando de formar un skyline incompleto. Luego, hacia el occidente, hay un río de luces que titilan anónimas. En medio de esa V que se forma entre Monserrate y Guadalupe nace la Avenida calle 26 que se extiende hacia el occidente hasta llegar al Aeropuerto El Dorado. Pero antes de que existiera El Dorado y que existiera la Avenida 26 estaba la Avenida de las Américas que fue construida para llagar hasta el Aeropuerto de Techo a finales de los años 40. Hacia allí, al oeste, también creció la ciudad y se formó y se fue haciendo de puros inmigrantes de bien adentro del país. Y allí donde también hay ciudad se erige otra línea letrada que va y termina en el monumento de Banderas, donde antes estaba el Aeropuerto de Techo y donde hay un asta de bandera para cada país del continente y adonde llegaron mi padre y sus padres y donde nací y crecí y donde está mi propia línea letrada. Mi línea en tecnicolor y en carro y en bus y en Transmilenio yendo al centro y al norte. Una línea que no es una línea sino una T o también un cuadrado o una cuadricula que se une con la séptima y la avenida Jiménez y baja por la Avenida de la Esperanza, la calle 26 y la calle 150 y luego se vuelve al sur por la Avenida Boyacá, la carrera 72, o por la Avenida calle 68.
La primera novela de Evelio Rosero fue escrita en Barcelona en los años 80. García Márquez ya se había radicado en México y Rosero había llegado primero a París, pero sin saber la lengua y cansado de mendigar en las estaciones de metro, terminó en la ciudad catalana. Cuenta que escribió Juliana los mira entre hambre y que al terminarla la mandó ilusionado y seguro a la Editorial Anagrama. A Herralde le encantó, pero sin decir nada mandó a que la españolizaran cambiando vergas por pollas, cigarrillos por pitillos y que Rosero se emputó tanto que a Herralde le tocó volver a la versión original, bien bogotana, publicarla y decirle a Rosero, hasta aquí llegamos, chaval.
Me hubiera gustado ir también a donde vivió Rosero, pero no encontré referencia alguna en todas las entrevistas que leí. Además de ser reservado (detesta a los medios y la frivolidad del establishment literario), Rosero casi no habla de su tiempo en Barcelona como si fuera una época oscura que quisiera olvidar. No sé por qué pero me lo imagino viviendo en el barrio chino, ahora el Raval, o el Born antes de 1992 y de que los Juegos Olímpicos se tiraran la ciudad (o eso dice todo el mundo). Rosero en una calle estrecha, en un apartamento caluroso y húmedo en varano y frío y húmedo en invierno. Con una máquina de escribir recogida de la basura y recargando la cinta de la máquina con tinta china comprada por centavos y recordando la Bogotá de su adolescencia.
Ahora el Born está lleno de bares y restaurantes pijos, como dicen los españoles, y todas las mañanas pasa un carrito que no hace ruido, debe de ser eléctrico, y un señor que con una manguera a presión lava las calles. No huelen a mierda, a pesar de que los perros las cagan a toda hora, pero la humedad se siente incluso de noche cuando las calles ya están secas. Desde la ventana de mi habitación los veo todas las mañanas luego de salir a trotar y veo cómo el agua va arrastrando el mugre y la basura hasta una alcantarilla donde todo baja. En Bogotá no lavan las calles sino que es la lluvia la que se encarga. Una lluvia que a veces forma arroyos pequeños que bajan por las calles empinadas de la Perseverancia y la Candelaria y van a dar, con la mierda y la suciedad, a la séptima, la calle letrada. Se siente un poco mal no sufrir como García Márquez sufrió en Zipaquirá o en Bogotá o como Rosero o Bolaño sufrieron en Barcelona. Queda, sin embargo, la distancia.
Es fácil ser maniqueo y amar u odiar si no se ven las cosas desde lejos. Sin ver la imagen desde un granangular que muestre qué mierda baja, hacia dónde y cómo hacer para evitarla y salir bien librado. Es la misma distancia que logró García Márquez en México y luego en Barcelona donde salía todos los días a mirar a las palmeras desde el balcón de su piso. La misma distancia de Rosero y sus días difíciles en el Born o en el Raval obsesionado con la voz narrativa de una niña lesbiana de diez años. La distancia que hace que recuerdes y te formes una idea que desde la imagen de la memoria es única y se aleja de los lugares comunes para crear tu propio mundo. Hay que hacerlo y aferrarse bien fuerte de esa idea. No estás haciendo lo que los demás hacen por impulso, no eres una oveja que corre incauta al esquiladero, sino que eres tú, la oveja que espera cauta al final del rebaño. Hacerlo, intentarlo o por lo menos repetirlo como un mantra hasta comerse el cuento y no dejarse llevar por la corriente y ahogarse en ese río de mierda que es la línea letrada.
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