Una reflexión políticamente incorrecta

Durante los últimos meses del año pasado se conmemoraron de forma grandilocuente los 30 años de nuestro nobel. Por esa misma época, quizá unos meses antes, el hermano menor de Gabriel García Márquez, Jaime, declaró que el escritor costeño padece demencia senil, aunque “todavía conserva el humor, la alegría y el entusiasmo que siempre ha tenido”, registraron ciertos medios. Resulta una verdadera lástima tal afirmación, claro está; sin embargo (muchos me censurarán), algunos consideramos que más allá de la inconmensurable importancia de García Márquez en las letras colombianas, su obra se ha tornado, a modo de lastre retórico, como un insumo más del imaginario colectivo colombiano que enaltece el espíritu patrio, pero que, a su vez, impide el desarrollo y reconocimiento de otras propuestas estéticas en la literatura nacional y entorpece la grandeza misma de su narrativa.

Es triste pensar que se ha tenido un mayor acercamiento a la obra de Gabo a partir del comadreo y la publicidad que desde la misma estética literaria. En efecto, todos los colombianos (por lo menos los de mi generación) hemos crecido junto al fenómeno “garciamarqueciano”, si me es permitido bautizarlo así. Desde pequeños escuchamos su nombre aquí y allá, allá y acullá; se habla de Macondo con tanta propiedad que hasta en los diciembres resuena esa canción homónima de Rodolfo Aicardi y Los Hispanos, que habla de mariposas amarillas y de un tal Mauricio Babilonia. En el colegio, cuando tenemos nuestra “primera experiencia textual” –como sugestivamente enuncia el escritor peruano Fernando Iwasaki–, nos enseñan que la literatura de García Márquez se inscribe dentro de una corriente llamada “realismo mágico”, y luego nos ponen a leer Crónica de una muerte anunciada, El coronel no tiene quien le escriba, La hojarasca o, en ciertas instituciones más osadas, Cien años de soledad, sin contar uno que otro cuento. Después, vacaciones, diciembre… y otra vez Macondo y Los Hispanos.

Pero siendo realmente honestos, ¿cuántos colombianos pueden decir que han leído la obra de Gabriel García Márquez? ¿Cuántos han leído Cien años de soledad? ¿Cuántos siquiera leyeron la novela que les pusieron en el colegio? La respuesta la sabemos de sobra. Seamos optimistas: digamos que algunos. Algunos que, por supuesto, son una minoría. Y no obstante, ninguno abona esfuerzos a la hora de llenarse de júbilo patrio y pregonar a los cuatro vientos la importancia de nuestro fabuloso e inigualable Gabriel García Márquez. Al parecer, ese lema gubernamental impuesto durante el mandato de Álvaro Uribe Vélez, “Colombia es pasión”, cala de manera perfecta en la conciencia del pueblo, porque, digan lo que digan, todo demuestra que ésta es una nación de pasiones y no de razones; o como dice Genoveva Alcocer en la afamada novela de Germán Espinosa, de “gentes muy presuntuosas pero poco letradas”1.

No podemos olvidar que la mayor parte de la obra del nobel, así como la de muchos otros escritores, se realizó en el exterior debido a las mejores condiciones allí presentes2, así como que buena parte de la crítica ha sido desarrollada por extranjeros. Tanto es así, que el estudio más contundente de su obra, aún hasta nuestros días, lo realizó el peruano Mario Vargas Llosa como tesis de doctorado, hace más de cuarenta años3.

Indigna a la inteligencia más pueril ver cómo una personalidad artística se erige en el mismo pedestal que Shakira o Juanes, es decir, en el ateneo de nuestra farándula, reducido a una figurilla más del espectáculo; ¿o alguien va negar que cuando se habla de las importantes personalidades criollas, todos, sin distinción alguna, se cuelan en la misma palestra?4 La primera explicación a esto es que nuestra sociedad carece de una cultura crítica y prefiere que otros piensen por ella y le indiquen los gustos adecuados, cosa que, desde luego, es cierta. En efecto, afirmar que Shakira o García Márquez son grandes representantes en el exterior es una reflexión “políticamente correcta”. Pero ocupándonos estrictamente del campo literario, debemos advertir que ese fenómeno de endiosar a los autores “políticamente correctos” no es nuevo. El mismo Gabriel García Márquez en un artículo periodístico publicado en 1960, o sea cuando aún no era famoso, titulado “La literatura colombiana, un fraude a la nación”5, determina con cierta exactitud la crisis del canon literario nacional, con respecto al enquistamiento que han sufrido las grandes obras del país en la conciencia popular, sin reparar en que ninguna de ellas ha alcanzado un verdadero reconocimiento internacional: “Sin duda, uno de los factores de nuestro retraso literario, ha sido esa megalomanía nacional –la forma más estéril del conformismo– que nos ha echado a dormir sobre un colchón de laureles que nosotros mismos nos encargamos de inventar”. Y unas cuantas líneas después continúa: “Es hora de decir que es absolutamente falso que el mundo esté pendiente de nuestra literatura”.

Para la época en que fue publicado el artículo, evidentemente la tradición literaria colombiana no contaba con el reconocimiento internacional que ahora ha ganado. Sin embargo, de qué nos sirve un nobel si pasa a la historia como una isla perdida en medio de un mar de mediocridad. Es necesario poner nuestros ojos en la generación posterior a Gabo, promover la lectura de nuevos escritores que solo son leídos en esferas muy reducidas; escritores como Fernando Vallejo, quien en cierta forma es antagónico al escritor costeño, pero que cuenta con una formidable obra, al igual que William Ospina, premiado con el Rómulo Gallegos en 2009, Fernando Cruz Kronfly, quien tiene un profundo conocimiento de nuestra lengua, Héctor Abad Faciolince, Roberto Burgos Cantor o Evelio Rosero, por solo mencionar los más conocidos. Resulta intolerable que estos y otros escritores no hayan llegado a ser profetas en su tierra, mientras nosotros seguimos festejando un premio del 82.

Cien años de soledad cumplirá en el 2017 medio siglo de haber sido publicada y sin lugar a dudas será otra perfecta excusa para festejar la hazaña del escritor costeño, mientras que en las ferias locales de literatura las editoriales atiborran los estantes de Coelho, Riso y Dan Brown. De tal forma, es necesario decir las cosas por su nombre: García Márquez es un extraordinario prosista; sin embargo, así como el más dulce vino puesto al aire libre se torna en el más agrio de todos los vinagres, su obra ha sido corrompida y mancillada por un populismo acrítico que se ha apropiado de ella al igual que se apropia de cualquier producto consumible. Es tentador parafrasear la idea de Giorgio Agamben según la cual no hay nada más parecido a la sociedad contemporánea que un mensaje publicitario donde se ha retirado toda huella del artículo ofrecido.

 

Notas

[1] Frase que pone Germán Espinosa en boca de la protagonista de La tejedora de coronas, refiriéndose a la sociedad cartagenera (y por extensión neogranadina) del siglo XVIII.
[2] De hecho, en la publicación de El Espectador del 20 de octubre de 2012, figura un artículo que titula “Ciudad de México celebra medio siglo con García Márquez”.
[3] Gabriel García Márquez: historia de un Deicidio, 1971.
[4] Recuérdese que en la Cumbre de las Américas, celebrada en Cartagena de Indias el año pasado, el gobierno colombiano llamó a la cantante Shakira para cantar a capela el himno patrio.
[5] Publicado en Acción Liberal, en abril de 1960, periódico poco conocido que circulaba en Bogotá por esos años.