
Un relato sobre la muerte enamorada, que transcurre en el Pac?fico colombiano, de un tono legendario y local.

Nadie estaba preparado para lo que venía. Para la estulticia de los líderes y su infeccioso poder sobre los pueblos. Para el diluvio de fuego y metal. Para el hedor infinito de una multitud nunca antes vista de cuerpos en descomposición. Para las nuevas máquinas emisarias del fin. Para las troneras en la tierra y el vacío en el alma humana.
A la vieja Europa se le notaron las arrugas de repente. Fascinada con su propia civilización, ensimismada en su Belle Époque, confiada en el progreso (el Progreso) y en la eterna juventud de sus valores, no se dio cuenta del veneno que la corroía y avejentaba. El honor de las naciones esperaba el momento para dar al traste con todo. Para fracturar al mundo.
Las trincheras fueron las arrugas en la cara de Europa. Se extendieron por toda la faz del continente, marcas en la cara de una anciana dispuesta a suicidarse, surcos en un rostro crispado por la excitación de la guerra.
Demasiado segura de sí misma, arrogante y soberbia, la vieja aún no se había dado cuenta de que lo era, se sentía joven con sus frivolidades y su confianza, sin darse cuenta de las enfermedades en su interior, males centenarios y terribles que medraban con insidiosa eficacia. Las naciones estaban dispuestas a destruirse las unas a las otras. Agrios rencores y mentiras dulces soliviantaron el corazón de los pueblos. Largos odios iban a estallar, antiguas injusticias pedían ser vengadas. Y en nombre de esas vetustas discordias y de los espectros de la patria (la Patria), millones de seres humanos fueron enviados a morir, a ser triturados por los eficientes engranajes industriales.
La industria, insignia del progreso, pasó de facilitar la vida a convertirse en la herramienta más útil para su exterminio. En las trincheras se vivió y se murió en medio de la orgía gloriosa de la industria, con su producción de bombas, balas, granadas, pistolas, ametralladoras, cañones y morteros en cantidades inverosímiles. Y armas químicas: gas mostaza y cloro lanzados para esparcirse en el aire y asesinar a los soldados enemigos, para negarles el aire y quemarles las entrañas. El refinamiento de los ideales humanos dio paso al refinamiento de las máquinas y las formas de matar.
Era una nueva forma de guerra, a medio camino entre las guerras decimonónicas de marchas al son del tambor, de caminar de frente hacia la muerte salida de los rifles enemigos, y la guerra moderna e industrial, con ametralladoras capaces de acabar con varios hombres en el giro de una manivela. Una guerra donde aún había caballos montados por hombres con lanzas, jinetes que, sin embargo, debían usar máscaras antigás. Una guerra de trincheras donde los soldados podían estar varados por meses aguantando el aluvión de balas y cañonazos, acercándose apenas unos metros al enemigo; avances minúsculos y costosos, en recursos y en vidas, donde se debía esquivar el alambre de púas y los propios cráteres dejados por las explosiones se convertían en los únicos refugios posibles. Una guerra de hediondas trincheras rebosantes de sufrimiento, donde los hombres tenían que vivir entre sus propios excrementos, acompañados por ratas, piojos y pulgas; a los deberes de la guerra se sumaban los de cazar a estas alimañas pululantes e infectas. Una guerra donde la muerte podía venir de arriba, en forma de ominosos aviones, una especie de caballería alada que combatía entre sí y rociaba de plomo las trincheras. Una guerra de muerte en cantidades industriales. La gloria de la civilización.
Los hombres se enfrentaron a terrores desconocidos. Las nuevas armas causaban deformidades y mutilaciones nuevas. El estruendo de las bombas podía dejarlos sordos. El gas era un enemigo sinuoso e imparable, y las máscaras antigás distaban de ser perfectas. La tensión de aguantar día tras día las tempestades de acero, como diría Jünger, de soportar la inminencia de la muerte, trastornó a miles de combatientes; la posibilidad de tener una muerte horrorosa, de quedar despedazados o contrahechos, los traumatizó de tal manera que algunos, cuando se recuperaban de sus heridas en hospitales alejados del frente, experimentaban atroces ataques de pánico ante la sola vista de un quepis o de un uniforme. El infierno se apoderó de sus cuerpos y sus mentes.
En las entrañas de la tierra, los soldados debían resistir el frío y el calor, el hambre y la sed, las plagas. Los suministros a menudo no llegaban. Quienes dirigían la guerra, cómodos, secos y con las barrigas llenas lejos del sonido de los cañonazos y el olor de la pólvora, sabían que mantener la moral era crucial: si al frente no llegaba agua o comida, llegaba alcohol. Licor para enardecer a los combatientes, para embrutecerlos, para lanzarlos con decisión a la masacre, para meterles el amor a la patria entre pecho y espalda. Debían defender su honor (su Honor) personal y el de la nación (la Nación). Debían caer como moscas si era necesario. Así lo hicieron: por millares cayeron muertos y heridos; los cadáveres se apilaban y los alaridos penosos inundaban el campo de batalla. El miedo debió verse claro en los ojos desorbitados y llorosos de los hombres sometidos a esa brutalidad. La desolación era la regla.
Los espejismos de la gloria bélica (la Gloria) empezaron a desvanecerse. Los hombres de las naciones contendientes comenzaron a darse cuenta de que no eran tan diferentes los unos de los otros. Entendieron la inutilidad de semejante matanza, del sufrimiento incesante y el dolor. Entendieron que esa guerra no era necesaria, ni gloriosa, ni sublime. Solo era sangre, fango, pestilencia, cuerpos rotos, metal y lágrimas. Extrañaron a sus familias y sus hogares y desearon con todas su fuerzas volver a ellos. Ese regreso fue imposible para muchos. Los vivos, los afortunados en medio del remolino de estupidez y violencia siguieron deseándolo, porque ante la posibilidad de estar en la cama con sus novias y esposas, de comer un plato preparado por sus madres, de abrazar a sus padres y recibir su consejo, de ver a los niños jugando en el patio de la casa entre la hierba y las flores, el fantasma del honor patriótico parecía poca cosa. Muy poca cosa.
Sus cartas y diarios dieron cuenta de la amargura y la desesperación, a pesar de la censura. Miles desertaron e intentaron huir. Fueron castigados. La esperanza se fue a otro lado: Europa la desterró mientras decaía arrastrando al mundo con ella. Los soldados continuaron escribiendo para plasmar su agonía. De ella, como en un milagro obrado por el espíritu humano, y como otras veces en la historia cuando la miseria y el derrumbamiento se apoderaron de la realidad, surgió arte. Escritores convertidos en soldados dejaron su testimonio, pero también hombres comunes que encontraron en las palabras la única forma de escapar, de aliviarse, de homenajear a sus compañeros sacrificados, de dejar sentada ante los siglos la insensatez de la guerra. Como testigos de la debacle, dejaron pruebas de su experiencia, muestras del desgarramiento fúnebre de su época. En la prosa y el verso quedó la evidencia de la tragedia, el testimonio eterno de la masacre descomunal.
Doblados como viejos mendigos bajo bolsas,
chocando las rodillas y tosiendo como viejas, maldecimos a través del lodo
hasta darle la espalda a las condenadas bengalas
y empezar a arrastrarnos a un descanso remoto.
Los hombres marchaban dormidos. Muchos ya sin botas
cojeaban calzados de sangre. Todos patéticos, ciegos todos,
ebrios de cansancio, sordos incluso a los silbidos
de proyectiles decepcionados que caían más atrás.
¡Gas! ¡Gas! ¡De prisa, chicos! En un éxtasis de torpeza
nos calamos torpes cascos justo a tiempo;
pero alguno seguía pidiendo ayuda a gritos tropezando,
indeciso como un hombre ardiendo en llamas o cal viva.
Borroso tras los vidrios empañados y a través de aquella verde luz espesa,
como hundido en un mar verde, lo vi ahogarse.
En todos mis sueños, ante mi vista indefensa,
se abalanza sobre mí, se atraganta, se ahoga, se apaga.
Si en algún sueño asfixiante también pudieras seguir a pie
la carreta donde lo arrojamos
y ver cómo retorcía los blancos ojos en la cara,
una cara colgante, como un diablo harto del pecado;
si pudieras oír, a cada tumbo, la sangre
vomitada por pulmones de espuma corrompidos,
obsceno como el cáncer, amargo como pus
de viles llagas incurables en lenguas inocentes,
Amigo mío, no contarías con tanto entusiasmo
a los niños que arden ansiosos de gloria
esa vieja mentira: Dulce et decorum est
pro patria mori.
Son estos los versos de Dulce et decorum est, poema escrito por Wilfred Owen, un soldado inglés que murió una semana antes del final de la guerra, un poeta que ya había dejado en su obra una imagen de la devastación, del desperdicio de vidas. También lo hizo Alan Seeger, un soldado-poeta estadounidense que combatió en la Legión Extranjera Francesa y tampoco pudo salir con vida de la ruina bélica. Cumplió con la profecía poética de su Tengo una cita con la Muerte.
Tengo una cita con la Muerte
en alguna disputada barricada,
cuando la primavera vuelva con susurrante sombra
y las flores de manzano llenen el aire
—tengo una cita con la Muerte
cuando la primavera traiga los días hermosos y azules
de vuelta—
Puede ser que me coja de la mano
y que me lleve a su tierra oscura
y que cierre mis ojos y que apague mi aliento
—quizá pase a su lado en la quietud—
Tengo una cita con la Muerte
en alguna descarnada ladera de colina arrasada,
cuando la primavera regrese, un año más,
y asomen las primeras flores en el prado.
Dios sabe que sería mejor estar bien cubiertos
en seda y ser tendidos con perfumes,
donde el amor palpita en sueño placentero,
pulso cercano al pulso, y aliento al aliento,
donde los despertares acallados son queridos.
Pero tengo una cita con la Muerte
a medianoche en algún pueblo en llamas,
cuando la primavera se encamine otra vez al norte,
y yo siempre soy fiel a mi palabra,
no faltaré a mi cita.
Como Seeger y Owen, otros tantos más dejaron en el papel lo que sus voces ya no podrían decir, desvanecidas y silenciadas para siempre por la catástrofe.
La Gran Guerra se tragó millones de vidas, las envió al basurero de la historia. Años después vendría otra guerra mundial que en parte fue resultado de la primera, una larga continuidad de la idiotez y la barbarie, como en una nueva Guerra de los Treinta Años. Nuevos desvaríos encendieron de nuevo la conflagración. La civilización (la Civilización) por poco se destruye a sí misma. No lo logró del todo.
Por un tiempo pareció haber aprendido la lección, pero en realidad no fue así. Todos esos conceptos fantasmagóricos, escritos con imperiosas mayúsculas iniciales, siguen trastornando las mentes de los hombres y los arrastran al odio y la vesania. Elegantes excusas para matarnos, ahí siguen en nuestro mundo, listos para empezar la siguiente carnicería. Por todas partes brotan las hostilidades, las cruzadas y los exterminios, como una tercera guerra mundial en gotas. Las viejas mentiras siguen teniendo efecto.
La humanidad siempre será la humanidad, capaz de dar luz y de crear una gran belleza, pero también de incubar la más abyecta oscuridad.
Seguimos haciendo lo posible por adelantar nuestra cita con la muerte.
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