
Por momentos, por encima de lo que hay entre el idioma del agua y las cuerdas de timbre asimétrico que suenan juntas, quiero oír los peces.

«Tres asteroides chocarán con el planeta. La información, divulgada por científicos de la Nasa, afirma que las descomunales rocas, con un diámetro de aproximadamente veinte kilómetros, caerán en Hungría, Estados Unidos y Panamá. Cada asteroide provocará, según la comunidad científica, una fuerza de choque de quinientos mil gigatones, lo que significa que en un radio de tres mil kilómetros la destrucción será total. Lo que significa que en un radio de cinco mil kilómetros la catástrofe será implacable y ocasionará terremotos, tsunamis y otros cataclismos jamás vistos sobre la tierra…»
La periodista –pelo negro, labial rojo y traje azul– hizo una pausa para tomar aire. Sus ojos acusaban un terror extraviado. Se tapó la cara con las dos manos, negó con la cabeza, y continuó con la lectura del teleprónter.
Jorge Corredor nunca había visto tanta angustia en la cara de algún periodista. Apagó el televisor, se levantó de la cama y fue a su computadora. Con sus dedos arrugados y llenos de pelos blancos escribió en Google: «Distancia entre Panamá y Bogotá». El resultado fue 766 kilómetros. El asteroide que caería en el istmo destruiría a Colombia, Ecuador, Perú y Centroamérica en cuestión de segundos. Jorge se rascó la barba blanca, limpió con la falda de su camisa las gafas empañadas por el sudor de su propia frente, e imaginó los sismos gigantescos que destruirían el resto de Suramérica. «Con los otros asteroides pasará lo mismo en el resto del mundo. El fin es inminente», pensó.
Susana Díaz, la esposa de Jorge Corredor, no creyó en los datos científicos, e increpó a su marido por el negativismo. La mujer se aferró a un rumor que creció con las horas. La gente repitió, sin ningún examen serio, que existía la posibilidad de sobrevivir en la parte más austral de América. Ese era el punto del planeta en donde las consecuencias de los asteroides se sentirían menos. Nada de ello tenía mayor validez, pero las personas, cientos de miles de personas, huyeron hacia el sur, convencidos de que aún podían salvarse. Jorge sabía que era un esfuerzo inútil. Lo sabía porque la información dada por reputados científicos era contundente. El asteroide que acabó con los dinosaurios, sesenta y seis millones de años atrás, tenía doce kilómetros de diámetro. Esta vez no se trataba de una, sino de tres rocas que colisionarían contra el planeta. Tres rocas que casi doblaban el tamaño de aquella que extinguió a los reptiles gigantes. Tras pelear con su esposa y sus dos hijos adultos –que sí se aferraron a esa nimia ilusión–, decidió quedarse en su apartamento del piso diecisiete, de un edificio viejo del centro de Bogotá. Su plan era observar el fin del mundo desde el ventanal de la sala que daba al noroccidente de la ciudad.
—Mi Susy, sentaditos en este sofá, con una copa de buen vino, nos despediremos de este mundo.
—Jorge, vámonos con nuestros muchachos para el sur. No seas terco.
—¿No estás prestando atención? Esto borrará la vida de la faz de la tierra. Lo dice la Nasa, mija.
—No, señor; hay información que indica que en el sur del continente se puede sobrevivir.
—Esas son noticias falsas, mija. Hay que aceptarlo; no hay nada que hacer. Para qué tanto desgaste si podemos quedarnos en nuestra casa.
—Jorge, no seas terco. Hay que seguir. Aún hay esperanzas.
—¿Esperanzas? Yo prefiero morir en mi propia casa que en medio de la nada, mi Susy; sé un poco más racional.
—Aquí el irracional eres tú, mijo.
Ya habían pasado cinco semanas desde que Susana se había ido para el sur con sus dos hijos varones. Cinco semanas en las que Jorge había llorado como jamás lo había hecho. Pasados unos cuantos días de la ruptura con su familia, oyó por la radio que en las fronteras de los países de América del Sur se habían formado batallas entre los migrantes y los ejércitos de cada país. La radio decía que los muertos se contaban por millones, a lo largo y ancho del planeta. Y aún faltaba un mes para que cayeran las enormes rocas espaciales.
Le remordía el haberse quedado solo, pero al mismo tiempo odiaba la falta de sentido práctico y la vocación de sufrimiento de su familia. ¿Por qué no quedarse en el hogar disfrutando de los últimos instantes? ¿Para qué desbandarse como un rebaño hacia al abismo? Le dolía que su visión no fuera compartida por su esposa y sus hijos. Lo hería que ellos prefirieran morir a la intemperie, en medio del caos y la incertidumbre, «pero luchando, papá», le había gritado su hijo mayor antes de hundir el acelerador del auto rojo que los separó sin posibilidad de retorno.
Tras la despedida con su familia, Jorge bajaba todas las mañanas a la calle. Disfrutaba, por alguna razón que no lograba explicar, el abandono paulatino de la ciudad. Además, el ascensor aún funcionaba, y le gustaba bajar los diecisiete pisos en ese cubículo con rectángulo de vidrio, desde el que oteaba las puertas de los apartamentos de un edificio que cada día se quedaba más solo. Jorge podía percibir cómo el edificio se iba poniendo más silencioso. Y en el ascensor, ese vacío se convertía en una sensación que le lamía los pelos de la nuca. Al llegar al primer piso, salía del edificio, caminaba por las calles en las que ninguna tienda estaba abierta, bajaba por el Eje Ambiental y buscaba los quioscos y los revisteros abandonados, en los que conseguía algún periódico que no dejaba de sorprenderlo: «El fin del mundo»; «El apocalipsis»; «Las naciones han caído». Leía los titulares y negaba con la cabeza. Jorge hurgaba en esos revisteros y encontraba una nueva publicación que hablaba del fin de los tiempos.
Una de esas mañanas, al regresar de su paseo, se encontró con una vecina que acomodaba las cosas en el automóvil. Era la última persona, además de él, que quedaba en el edificio.
—Cómo así, vecino; no me diga que no se va a salvar.
—¿Salvar?; no hay manera de salvarse…
—Vecino, hay que ponerse en camino; ser un peregrino –le dijo la mujer mirándolo a los ojos y cerrando el baúl del carro.
—Véngase conmigo. Me gustaría tener compañía.
—Yo prefiero quedarme en mi casa. Mi mujer y mis hijos decidieron irse. Yo decidí quedarme.
La mujer, envuelta en un chaquetón verde, se subió al automóvil. Le dio marcha al carro, bajó la ventanilla y le dijo:
— «Sal de tu tierra y ve a la tierra que yo te mostraré», dice la Biblia, vecino. Yo sigo las señales sagradas.
Y Jorge, desenvolviendo un periódico que tenía bajo su brazo, señaló con el dedo índice un titular a grandes caracteres, mientras lo leía:
— «La extinción de la humanidad», y hay una explicación dada por los científicos más respetados del planeta. Esta es mi señal sagrada.
La mujer lo miró con tristeza, dio reversa, y se perdió calle abajo en el automóvil. Jorge subió al ascensor, descubriendo por el vidrio rectangular que cada uno de los pisos se convertía en refugio de gatos, perros y ratas que pululaban a su antojo. Los gatos y los perros, en su mayoría exmascotas abandonadas por las familias en estampida, se disputaban las sobras de las basuras con las ratas, viejas habitantes del subsuelo de Bogotá, que salieron de las alcantarillas para colonizarlo todo.
Al llegar al piso diecisiete, se encerró y observó por el ventanal la ciudad vacía. Se sentó en el sofá de cuero de la sala, cerró los ojos y escuchó. El ruido del tráfico, los zapateos entre los charcos, los voceadores que compraban chatarra y reciclaje, las carcajadas, los gritos de la gente y los aullidos de las ambulancias habían desaparecido. El rumor de los electrodomésticos había desaparecido. Las voces indescifrables atrapadas entre los muros de concreto habían desaparecido. Los sonidos de la vida se habían extinguido. Incluso las gotas de lluvia sonaban diferentes contra el ventanal. Un repiqueteo extraño, como si el agua que caía del cielo estuviese llena de nada; de una brisa huera que recorría el enorme espacio de la urbe, colándose por las ventanas, pasillos y edificios en una nueva acústica de una ciudad abandonada. Jorge abrió los ojos y llamó a ese sonido La sinfonía callada de la destrucción.
Al día siguiente bajó a dar el paseo matutino para observar la debacle de Bogotá. Las dos personas que se cruzaron con él le rehuyeron la mirada; iban afanadas quién sabe para dónde. Una tercera persona se cruzó con él. Era un hombre de mediana edad que se le abalanzó y lo golpeó en el estómago, haciéndolo caer de rodillas. Le quitó las gafas, se las probó y le increpó: «Viejo hijueputa; estas gafas no sirven», y las aplastó con la misma bota con que lo pateó hasta hacerlo rodar por el suelo. Al recuperarse, Jorge regresó a su apartamento. Decidió no salir más. El mundo era algo borroso e inhóspito que él ya no reconocía.
Cuando Bogotá era Bogotá, Jorge fue famoso por sus asados. La terraza del viejo edificio humeaba por las celebraciones mensuales que la familia Corredor Díaz ofrecía a amigos y familiares. Sus costillas de cerdo, churrascos con chimichurri y lomos al trapo eran muy apetecidos. Jorge y Susana contaban con una gran nevera en la que solían apilar los insumos para sus festines. Cuando la noticia del fin del mundo estremeció al planeta, la pareja tenía varios invitados para un asado que darían el siguiente fin de semana. Carne suficiente para alimentar, hasta la saciedad, a treinta personas. Con esas provisiones, Jorge pensaba alimentarse hasta el último momento. Planeaba sentarse a la mesa, con un buen bife de chorizo y una botella de vino chileno, y así recibir a los asteroides, mientras brindaba por la sinfonía maldita de la destrucción.
Cuando faltaba una semana para que cayeran las rocas espaciales, un apagón definitivo dejó sin corriente eléctrica a Bogotá. El ascensor no funcionó más y las carnes que quedaban en la nevera se pudrieron con rapidez. El asco que le generó la putrefacción lo obligó a salir para botar los kilos maltrechos. Envolvió todo en varias bolsas para la basura, y abrazando los desperdicios se encaminó escaleras abajo. No había descendido cuatro pisos cuando el olor a carne descompuesta atrajo a un tropel de ratas que lo hizo caer. El viejo fue mordido en el tobillo y en el gemelo izquierdo. Se levantó, aplastó con sus puños a un par de ratas. El viejo huyó a su apartamento, cerró la puerta y vomitó con desconsuelo.
La herida del gemelo sanó pronto, pero la del tobillo se infectó. Tuvo fiebre y soñó con Susana, en la habitación, junto a su cama. Susana tenía un disparo en la garganta del que manaba sangre. La blusa estaba desgarrada y el torso estaba lleno de heridas de cuchillos y machetes.
—Ya estoy muerta, mijo, pero vine a acompañarte.
—Quién lo diría, mi Susy. Tú asesinada en el extranjero y yo acabado por unas putas ratas.
—No hay asteroide que valga, Jorge.
—No hay asteroide que valga, mija.
Despertó empapado en sudor. El apartamento aún hedía a carne descompuesta. Se examinó el tobillo y lo encontró hinchado y con pus. Supo que debía bajar a la ciudad, buscar una droguería y encontrar antibióticos y analgésicos a como diera lugar. El malestar era grande y la fiebre iba en aumento. Aún faltaban algunos días antes del choque de los asteroides, y él pretendía estar consciente para cuando esto ocurriera. Además, necesitaba comida; sin la carne en la nevera no tenía cómo llegar al fin del mundo.
Despedazó las sillas del comedor y se armó con dos patas de madera. Descendió por las escaleras los diecisiete pisos del edificio. Rengueando, esquivó la carroña de gatos, perros y ratas muertas. Salió a la calle y fue hasta la avenida Jiménez con tercera, en donde había una droguería y un supermercado. A través de la niebla de su incorregible miopía, tanteó los andenes y calles hasta llegar al sitio que buscaba. La droguería estaba desordenada, con las puertas y las ventanas rotas y con varios productos desperdigados en el suelo. Encontró un blíster con pastillas antibióticas, un tarro de analgésicos y una loción desinfectante. Se hizo una curación allí mismo, se tragó las pastillas y fue hasta el supermercado. Nada. No había comestibles de ningún tipo. Tenía que ir hasta la Séptima y recorrerla para encontrar algo de comer. El miedo lo invadió. No lograba imaginar qué podría pasar si se encontraba con alguien. Desconocía quién era él y mucho menos qué cosas eran los otros.
Caminó junto a los espejos de agua del Eje Ambiental. Las aguas del río San Francisco corrían libres sobre la avenida Jiménez. Había varios buses de Transmilenio abandonados, y antes de llegar a la Plazoleta del Rosario encontró los cuerpos de incontables personas que se apilaban sobre el cauce del río desbordado. Retrocedió. Los restos de hombres, mujeres y niños se fundían en una misma putrefacción. El hedor lo escupió con furia en la nariz. Observó el horizonte y vio una masa de muertos sobre la Jiménez. Había varios buitres alimentándose, peleándose con las palomas y las ratas por las manos o las orejas sueltas de los cadáveres. Oyó las voces y las carcajadas de un grupo de hombres que se acercaba. Se dio media vuelta y corrió hacia el edificio. Sentía el tobillo inflamado como si su corazón estuviera palpitándole allí mismo. Arreció el paso como pudo. Al doblar la esquina que lo conducía a su casa, se cayó y se raspó la cara con violencia. Se levantó acuciado por el horror de terminar como esa pobre gente que recién había visto.
Logró entrar en el edificio. Se recostó contra la pared del primer piso y recuperó el aliento. Se calmó y se asomó con cuidado a la puerta. Se percató de que nadie lo seguía. Decidió buscar en los apartamentos de todos sus vecinos. En alguno de ellos debía haber comida. Recorrió el primer nivel, el segundo, el tercero y el cuarto. Se sentó en una de las camas de uno de los apartamentos del quinto piso para descansar y recuperar el resuello. Era la habitación de un niño pequeño. Observó los móviles de aviones de madera colgando del techo, las paredes con cartulinas dibujadas y el armario abierto de par en par con zapatos regados en el suelo. ¿Qué habría sido de ese niño? Se acordó de sus hijos que alguna vez fueron pequeños como ese niño invisible que ahora corría por los pasillos de ese apartamento. Recordó a sus hijos jugando en el mismo piso en que él esperaba el final, y se preguntó en qué había fallado como padre para que lo dejaran a su suerte. Se quebró como un roble viejo. Lloró como si sus ojos contuvieran una tormenta eléctrica. Al cabo de un rato, se levantó y continuó su ascenso por las escaleras del edificio, espantando ratas, perros y gatos con sus gritos desgarradores. Después de buscar con minucia en todos los pisos, en el 1316 encontró un tesoro. En una cava pequeña de aluminio halló varios paquetes de galletas de soda, algunas latas de atún y una de salchichas; eso era más que suficiente para las dos noches que lo separaban del final. El asteroide chocaría con Panamá al mediodía del miércoles. Caía la noche del lunes cuando Jorge llegó a su apartamento y se encerró para no salir más.
Fue hasta la cama, miró por la ventana el cielo color ceniza de Bogotá y se quedó dormido. Soñó que se encontraba en el océano, en una pequeña embarcación mecida por aguas tranquilas. Se fijó en el mar, y descubrió que bajo la canoa nadaban peces gigantescos, mucho más grandes que las ballenas azules; peces que él jamás había visto. Se despertó tarde al día siguiente. La cara le ardía. La herida del tobillo supuraba y seguía hinchada. Tragó otras pastillas del blíster y se hizo curación. Fue a la sala, se sentó en uno de los sillones, destapó un taco de galletas y una lata de atún. De los rincones del apartamento emergieron dos gatos maullando con alboroto. Uno de ellos, gris azulado, le hundió las uñas en los brazos con todas sus fuerzas. El viejo arrojó al gato contra el ventanal de la sala, estallando los vidrios y expulsando al animal diecisiete pisos abajo.
La lata de atún había rodado por el suelo, el otro gato, pardo como los últimos rayos de sol que la humanidad presenciaría, robó el atún, que devoró en un instante. El viejo quiso agarrarlo, pero el gato huyó hacia el interior del apartamento. Con los brazos en carne viva, abrió una lata de salchichas y, observándose los arañazos, se las comió con un paquete de galletas de soda. Oyó el rumor creciente de las ratas en la puerta de su casa; desesperadas, trabajando en masa para ingresar. Los olores del atún, las salchichas y la carne de sus propios brazos las tenían frenéticas.
Un frío atroz invadió el apartamento. Con el ventanal roto, la helada se incrementó. El viejo tomó las dos latas de atún que quedaban y un paquete de galletas. Fue hasta su habitación y se encerró. Puso las dos mesitas de noche, la de Susana y la de él, contra la puerta, así como una silla mecedora en la que él solía sentarse para ver televisión. Puso el televisor sobre la silla, y observando su nueva trinchera se recostó en la cama.
Se quedó dormido y soñó con una playa de aguas azules y arenas blancas. Caminaba por la orilla, se veía las manos y las piernas rejuvenecidas, la piel bronceada y una sensación de bienestar que le recordaba sus treinta años, época en que conoció a Susana. Ella tenía un vestido de baño rojo y sonreía. Lo despertaron los estridentes maullidos del gato pardo que luchaba contra las ratas que infestaban el apartamento. El gato se calló y pronto las ratas se abalanzaron contra la puerta de la habitación. Parecía que la destrozarían en cualquier momento. ¿Cuánto tiempo había dormido?
Sus brazos le ardían como un fuego vivo. Su tobillo supuraba. Los chillidos de las ratas rugían por encima de la sinfonía callada de la destrucción. Jorge sintió que alguien se sentaba en su cama. Era Susana con la herida de bala en el cuello de la que manaba sangre. Sus labios estaban azules y los despegó con una sonrisa. Jorge se acercó y la besó. Las ratas ingresaron como un río turbulento que arrasó con todo. El televisor cayó al suelo. Susana abrazó a Jorge contra su pecho y le dijo al oído: “No hay asteroide que valga, mi amor”.
Un estruendo espantoso sacudió los cimientos del mundo. Jorge vio capas de polvo desprenderse de las paredes. Vio la avalancha de roedores venírsele encima, como si quisieran desaparecer dentro de su propia boca. El viejo abrazó a Susana y cerró los ojos. El olor del cuello de la mujer lo condujo a la playa en la que caminaban juntos. Se sentaron en la arena frente a los arreboles de un atardecer sin tiempo. El sol se hundió en las aguas moradas y se hizo inmenso, como si el océano se hubiese transformado en luz: en un resplandor magnífico que devoró los confines de cualquier forma y geografía.
***
*Este cuento hace parte del libro El encanto podrido de Bogotá, ganador del XV Premio Nacional de Libro de Cuentos de la UIS. Primera edición, febrero de 2021, Ediciones UIS.
Por momentos, por encima de lo que hay entre el idioma del agua y las cuerdas de timbre asimétrico que suenan juntas, quiero oír los peces.
Azares del cuerpo es la reafirmación de las voces femeninas que abren una brecha en la literatura para alzarse como voces humanas.
El proyecto de memoria popular de la novela, tan necesario en la literatura colombiana, se ve eclipsado por caudillismos y voces predeterminadas.
Dossier de José Asunción Silva
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