
Una reseña en clave alegórica de "Los Ejércitos" que nos recuerda la vigencia de la emblemática novela de Evelio Rosero

Juré que iba a vengar a mi familia. La luna llena, solitaria en el cielo, parecía un tiro al blanco. Busqué la escopeta que dejó como herencia mi padre, aquel que en otra época fue alcalde del pueblo. La maldad se multiplicaba con las gotas de sudor que bajaban por mi frente. Iba con el gatillo listo contra cualquier sombra que se moviera. Cuando me alejé lo suficiente de la carretera, escuché los primeros crujidos. Sobre unos pinos, una cometa de humo ascendía y se desvanecía en el cielo. Me acosté lentamente sobre la tierra. Asomando la escopeta entre un arbusto, apunté directo a su cabeza. La bestia tomaba aguardiente y comía pan con salchichas. La pólvora prendió con el fuego y su cabeza se desfloró por el aire, dejando caer la sangre, que tornó de escarlata las piedras que lo ocultaban. Sentí gran placer al deshacerme del hijo de puta que había matado a tanta gente del pueblo.
Una semana más tarde encontraron su carroña. La mayoría de las víctimas contaba con un primo, un tío o un sobrino y el dolor hizo que entre ellos se sintieran iguales. Conmigo fue diferente: lo único que encontré al regresar a casa, entre los cuerpos sin vida de mi esposa y mi hija, fueron las huellas que me llevaron al lugar donde ejecuté mi venganza. No hubo reacción por parte de ninguno. Nadie fue a informar a los militares. Al contrario, todos perdieron el miedo a la oscuridad y se dedicaron a levantar sus nuevas vidas; excepto yo, que con el tiempo me ubiqué más al fondo de la penumbra, releyendo siempre los mismos libros, hasta que llegó el día en que apenas salía para ir a la tienda.
En el pueblo me trataban como a un extranjero. A esto ayudaba tener un potrero por jardín frente a la casa. También usaba unas cortinas raídas que solo hacían juego con la pintura en ruinas de la fachada. Tal vez les incomodaba ser parte del delito: con su silencio apretaron el gatillo conmigo. Una mañana, al entrar a la tienda, me distraje con la nueva publicidad del negocio y choqué de frente con el hijo del alcalde, un hombre que conocía desde niño, pero se había enceguecido por el poder de su familia. En esa ocasión iba con su hija, quien terminó de rodillas en el asfalto.
-¡Viejo hijueputa! Aparte de asesino se volvió bobo- dijo, y al instante sus palabras trajeron a mi mente la escopeta con la que acabé al que todos querían ver muerto. Si yo fuera él, tendría más cuidado con lo que dice a un hombre cuya esposa fue asesinada. Si yo fuera él, disfrutaría cada salida junto a mi hija. Si yo fuera él, recordaría que la prepotencia puede crear demasiados enemigos. Un enemigo, así lo consideré el instante que levantó a la niña y ambos me dieron la espalda, justo cuando iba a ofrecer mis disculpas.
En la soledad de mi habitación, sentí que el armario donde guardaba la escopeta tenía un corazón que latía por dentro. Volví a ver el cielo plateado y el color de la sangre brillando sobre las piedras. Me exasperé y decidí tomar un trago para dormir. Pero el alcohol me quitó el sueño. En un momento saqué la escopeta y terminé acariciándola en el patio. Bajo el claro de luna, sentí que la culata y el cañón todavía estaban calientes. Aspiré nuevamente el humo del último disparo. Tomé otro trago y acabé caminando por una calle sin bombillas, con la escopeta bajo la ruana y el cuerpo empapado por un sudor frío. Me invadió el odio al pasar frente a la casa del hijo del alcalde. Apoyándome sobre las manos, bordeé la casa y salté el enrejado. El alcohol me daba fuerzas y una agilidad que desconocía. Con el pecho sobre la tierra, me resguardé bajo la luz que salía por la ventana. Seguí el sonido de un televisor y asomé la cabeza: frente al televisor había una niña y una mujer terminando su comida. Me pareció insoportable que, como si se burlaran de mi soledad, existieran hombres con una familia igual a la que me arrebataron.
Cuando vi el croquis de mi cuerpo reflejado en sus pupilas, cuando tuve las manos envueltas en una tela escarlata, cuando mi memoria estalló por un llanto incontrolable… corrí lejos de la carretera, directo a los baldíos sumidos en la oscuridad. Una fogata ilumina las heridas de mi brazo, donde siento unas uñas enterradas bajo la piel. La escopeta arde y la boquilla expele un humo que huele a muerte, a arrepentimiento, a desasosiego. No puedo explicar por qué la botella sigue intacta, aunque solo queda un sorbo de aguardiente. Desconozco el pan y las salchichas que estoy comiendo, pero, al menos, tengo algo para calmar el hambre que escala y restalla en mi cerebro, como si un oleaje de culpas recorriera mis venas. Trato de permanecer en silencio, tomando aguardiente a ver si, por lo pronto, logro caer en el sueño…
Pero la luz de una linterna titila a la distancia. También escucho el crujido de unos pasos que me mantienen alerta. Parece que las fichas han regresado a su puesto. Ahora, por fin, lo entiendo todo, justo cuando el cañón de una escopeta acaricia mi cuello.
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