
La última novela del Evelio Rosero aborda un tema recurrente en su mundo literario: la banalidad del mal.

“En aquellos días nublados,
Robert Neville no sabía con certeza cuándo se pondría el sol”.
Soy Leyenda - Richard Matheson.
—Es que son unas porquerías —decía mi madre al teléfono. —¿Cómo le van a quitar a uno lo poquito que ha podido conseguir con el sudor de la frente? Eso no tiene perdón de Dios, se lo digo yo... ¡Puro extranjero!
Del otro lado de la línea, la mirada ceñuda y la mueca de disgusto de mi madre acompañaban cada una de sus aseveraciones (estoy seguro). Al igual que ella, yo también había seguido las noticias en los canales nacionales sobre los vándalos que, noche tras noche, habían aterrorizado a los vecinos «de bien» en las principales capitales del país. Todo había comenzado hacía unos días con el paro nacional, pues la terrible gestión política del nuevo presidente y las respuestas, cada vez más atroces, del gobierno habían hecho escalar el descontento de la gente que, a pesar de la represión, salía a la calle a protestar, lo que obligó a varias ciudades a declarar el toque de queda. Con el toque de queda aparecieron los vándalos: hordas de lo que parecían ser ladrones y asesinos de la peor calaña que, «supuestamente» y como en manada, trepaban los muros y correteaban al interior de los conjuntos residenciales, quebrando la frágil tranquilidad de los residentes. ¿Quiénes eran estos vándalos?, ¿por qué habían esperado tanto tiempo para actuar? y, mejor aún, ¿qué querían? Porque los relatos, ciudad tras ciudad, concluían con “afortunadamente no me robaron nada, pero oí que en la casa del vecino...”
—¿Y cómo saben que son extranjeros? —le respondí a mamá, con el mismo tono burlón que ella siempre había odiado. —¿Los detienen para pedirles papeles o los reconocen al vuelo por el idioma?
—Eso se sabe, mijo, eso se sabe —aseguraba ella que, a sus cincuenta, había trabajado toda la vida en el sector de la salud y consideraba que ayudar a los otros, más que su profesión, era su razón de ser en la vida. Bueno, siempre y cuando no fueran inmigrantes. —Mire cómo es en el trabajo, puro extranjero, a eso es que vienen a este país.
—Sí, a acabar con la tranquilidad de nosotros, qué pesar —agregué, condescendiente, para terminar con un “me tengo que ir, ma”.
—Bueno. ¿Va a subir mañana donde la abuela? —preguntó, pero no quise responderle más, no estaba de ánimo.
Colgué, con tristeza. Sabía que sus opiniones, lamentablemente, eran similares a las de un gran sector de la población, que, poco acostumbrados a pensar por cuenta propia, reciclaban lo que les decían los grandes noticieros. Artistas, políticos, modelos, empresarios: todos repetían lo que estaba guionizado para las grandes cadenas informativas que, a su vez, eran el aparato mediático del gobierno.
Descendí del autobús un par de paradas antes y caminé un corto tramo hasta llegar a casa. La ciudad estaba en silencio. Siempre me ha gustado caminar por la ciudad cuando está en silencio, pues me gusta imaginar, de tanto en tanto, que soy el último hombre que vive en ella, que pronto las hojas de hiedra y la maleza habrán de devorar los edificios. En el silencio de mi ciudad imaginaria, me veo persiguiendo presas pequeñas a lo largo de las grandes avenidas, huyendo de algún depredador hermoso y salvaje, y demarcando la amplitud de mi reino natural desde el último piso de una grandiosa construcción llena de escombros. En mi utopía solo yo tengo lugar en el mundo como su último testigo.
—Buenas tardes —le digo, con una sonrisa, al portero. —¿Cómo va todo?
—Buenas, Don Roberto —responde él, pensativo. —Pues bien, preparándonos para lo que pueda pasar esta noche. Pero bueno. ¡Ah!, y le dejaron este sobre.
El hombre me entrega un sobre mediano con mis datos impresos, yo inclino la cabeza en señal de gratitud. Camino hasta el edificio con la mirada perdida, pensando en la noche. ¿Llegarán los vándalos esta noche? A mi alrededor, en el conjunto, se respira un ambiente tenso, un silencio cargado de cuchillos y miradas inquisidoras. Los letreros de “se arrienda” se confunden, de un ventanal a otro, con pancartas a favor o en contra del convulso momento político que vive el país en la actualidad. Y la mayoría de estos ventanales ostentan complicados enrejados. No sé en qué momento el edificio se convirtió en un búnker, pero siento que es como si pudiésemos resistir el embate de una multitud y salir ilesos. Supongo que eso es lo que el miedo hace en la gente.
—Buenas tardes —saluda la vecina de enfrente, con su tono dulce y cordial. Una señora de más de sesenta que parece saberlo todo sobre la gente que vive en el edificio, y que tiene para todos un consejo o una frase de alivio, aunque no se lo hayan pedido. —Toca que esté pendiente, sumercé, porque parece que van a cortar la luz esta noche.
—¡¿Otra vez?! —respondí indignado. Con esta ya eran tres noches en que había corte de energía por parte de la electrificadora municipal.
—Sí señor, ¿no ve como está el país? Todo por culpa de esos vándalos.
Sonreí falsamente y entré al apartamento. Estaba agotado. Me agotaba lidiar con la gente, pensar en la gente, en sus comentarios, en su visión sobre la realidad nacional. Por eso, en lugar de encender el PC, decidí poner la radio. No fue fácil dar con una emisora que no estuviera llena de entrevistas y testimonios sobre el acontecer político nacional (no quería escuchar a nadie), pero la hallé, más o menos al otro lado del dial. Era el Étude Revolutionary, de Chopin, y me sumergí en el oleaje convulso de sus notas, soñándome nuevamente en mi paraíso desolado. Subí el volumen y dejé que el sonido rebotara por las paredes del apartamento vacío, que acrecentaba el estruendo, mientras abría el sobre, derramando su contenido sobre la mesita auxiliar.
—Al fin —pensé, dejándome caer en el sillón. Y con la última luz de la tarde, mientras la música se fundía en el silencio, leí, esperando la llegada de la noche, y con ella, a los vándalos.
La última novela del Evelio Rosero aborda un tema recurrente en su mundo literario: la banalidad del mal.
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