
Crónica sobre los caminos antioqueños de comienzos de siglo XX.

Después de leer Desastre lento (U. Externado, 2018; Frailejón Editores, 2019), de Tania Ganitsky, uno queda con la sensación de que un libro que es tan cercano al fuego no termina sino que se apaga. Pero se apaga justamente como el fuego: dejando estelas de humo y montones de ceniza. Remanentes, para quien lo ha contemplado y escuchado, de una llama que tembló en nosotros. Uno no encuentra aquí el residuo de algo que se ha consumido hasta la destrucción, sino la destrucción misma en su momento más definitivo y elocuente.
Constantemente el lector de este libro se siente empezándolo, encontrándolo en sus imágenes que hablan de una vida nueva en la tierra, o de una vida trastocada por el estupor de su constante final que es, también, su constante empezar. Quizá por eso una de las exploraciones más interesantes del libro apunta a la realidad de los sueños, que no están condicionados por las lógicas del tiempo humano y carecen de comienzo o de fin. La mirada de Ganitsky se aleja de las lógicas convencionales al mostrarnos, en un gesto parecido al de tratar de encontrar puntos de enlace en medio de la vastedad de lo perdido, que nuestra visión del mundo puede ir a donde los sueños van o incluso más lejos, amparada y amenazada por el fuego de la tierra.
La imagen –plástica, filosófica– en Desastre lento funciona como testimonio de lo que la voz poética construye a partir de un orden mitológico tan personal como afectuoso. En las formas y seres de la naturaleza (que a veces olvidamos que está en todos y en todo), Ganitsky busca indicios de lo que, ya perdido, puede recobrarse a la sombra. “Estoy bajo una manta / moviendo la mano a ciegas, / como escriben los fantasmas, igualito”, dice un poema en que la autora se muestra escondiéndose. Pero ese ocultamiento deliberado en lo oscuro, que hace pensar en una cueva anterior al descubrimiento del fuego, es altamente consciente de las cadencias y fuerzas del lenguaje que se agitan a su alrededor: “Las palabras me encuentran / porque ellas no miran sino que traspasan”.
En efecto, las palabras de este libro traspasan sueños, mutan en otras palabras más atinadas y conscientes del momento que habitan (como el primer poema, que nos plantea un fin de mundo en el que la poesía sobrevive y todo sigue nombrándose), se preguntan por las palabras recibidas (como en las dedicadas a Emily Dickinson), describen la ejecución dolorosa de un canto indígena, tensan el hilo entre lo salvaje y lo humano, despejan el terreno por el que corren caballos y en donde “volverá a crecer la hierba”, y señalan una poética propia en la que lo que más pesa es la insistencia en seguir dándose, íntegro, en cada gesto o movimiento (“La arquitectura es enorme y pesa, / pero la traspaso”).
Galopante, lenta, insistente, visual, la escritura de Ganitsky se preocupa por cobijar el desastre del mundo. Consciente de ese destino, su voz abona el terreno para propiciar nuevos significados, rememora cantos perdidos o remotos, y hace patentes el engaño y la teatralidad de la destrucción en la que constantemente vivimos: “Tampoco nos convencieron / del desastre; todos / los restos eran de plástico. Un montaje más / del fin del mundo / no engaña / a las hijas del residuo”. Estos versos, que examinan la catástrofe ambiental de nuestro siglo, tocan además el fatalismo y el vacío contenidos en cada acto humano, tan atraídos por todo aquello que tenga apariencia de final y nos permita –casi siempre cruzados de brazos– conjurar un nuevo caos.
Una de las múltiples voces que atraviesan los poemas dice que hay palabras para quemar y otras que nacen en el fuego. Tal vez la brevedad de algunos textos sea un efecto de ese incendio del que provienen. O bien, del interés de la voz poética por mirar con intensidad a lo que ya es intenso, de acercarse a ese elemento fácil pero indiscernible y doloroso de traspasar: el fuego (por el que se dice “que la luz deshaga”). Por su parte, en los poemas más largos también persiste un acercamiento a lo perdido, a lo que pide atención antes de desaparecer o empezar de nuevo. En otros, la voz poética busca en el vínculo amoroso o en la escritura acerca de la escritura un desvío hacia otros trayectos, otras intensidades que convergen con las demás. No hay en el “animalario” de Tania Ganitsky una sola palabra carente de poderoso significado: en todas el lector se vuelve, junto con la autora, descendiente y descubridor de un fuego común, distinto.
Desastre lento
Tania Ganitsky
Universidad Externado, 2018
Frailejón Editores, 2019
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