
Hablé con mis amigas de Estrella madre (2020) de Giuseppe Caputo en nuestro club de lectura. Todas nos vimos reflejadas en la novela.

Este texto fue publicado por primera vez en el finado "valdetín", una publicación periódica de la libreria "valderravia", que repartía por correo electrónico su fundador, Juan Andrés Valderrama. Honramos la memoria del boletín y de la librería.
Un Apocalipsis que se anuncia desde las primeras páginas es Los ejércitos (Tusquets, 2007). De la creación del mundo hasta su destrucción, de la contemplación idílica a la desesperación producida por el horror y la locura, en esta novela del escritor colombiano Evelio Rosero (Bogotá, 1958) uno asiste a un crescendo de voces que van del silbido de los pájaros al grito real y multitudinario, del amarillo sol de las naranjas maduras al color ennegrecido de la sangre de una cabeza cercenada dejada en el fondo de una olla de freír empanadas; de la pareja adámica (sin actividad sexual dada la edad, y más o menos compenetrada) y luego la colectividad de un pueblo, a la soledad y el asesinato de un hombre viejo.
Un leitmotiv de esta novela son los pájaros. Aparecen desde la primera línea: “Y era así, en casa del brasileiro las guacamayas reían todo el tiempo” (p. 11). A esta imagen se le suma la de una mujer, Geraldina, que camina desnuda por esta casa, y las naranjas maduras que el protagonista, Ismael Pasos, coge o finge recoger, para poder mirarla: la casa del lado es un jardín edénico completo, y Pasos un Adán suplementario (serpiente, si se quiere en una lectura alegórica), mirón por incapacidad: distante (al otro lado del muro) e impotente (por viejo), aunque lúbrico pero constantemente rebajado por efecto de la ironía en el texto.
Los pájaros siguen apareciendo bajo otras formas asociadas al principio a las mujeres y más exactamente a las muchachas: la risa y la voz de Geraldina son “una bandada de palomas explotando” (p. 17), “el canto de un raro pájaro” (p. 18). En la cafetería de Chepe, la noche de la reunión donde Hortensia, todavía son paradisíacos: “Una risotada unánime y cantarina me rodea: más que femenina, se desliza por los aires, cruza la noche, ¿en qué bosque estoy, con pajaritos?” (p. 33). Pero se van rarificando progresivamente y designan ya colectividades acosadas, anónimas: la gente asustada o atrapada, o los ejércitos: en la página 55 ya encontramos al “general Palacios, ese criador de pájaros” (luego detallado en la 164). Durante el ataque, en casa de Ismael, Cristina, aterrorizada, “se mueve desamparada y escuálida como un pajarillo” (p. 82), y allí mismo donde se empieza a agudizar la amnesia turbada de Ismael: “un pájaro borroso cruza volando sin sonido entre los árboles” (p. 83), de Cristina con el soldado (esa mezcla incompatible en la novela: muchacha --la vida--/los ejércitos --la muerte--) Ismael nota “los muslos de pájaro pálido” (p. 107). Cuando Ismael se encuentra con los que matan, yendo a casa del curandero con una gallina en una mochila, los hombres dicen: “a tiro de pájaro” (p. 111). Y es aquí donde la transición de pajaritos a Pájaros empieza a notarse: seguirá la indiferencia materializada por este tipo de Pájaro: “los gallinazos aleteando sobre la rama de los árboles, los eternamente indiferentes pájaros parecen los únicos en no darse cuenta de esta muerte viva” (p. 123). Viene luego el encierro y el peligro de la huida: el turpial que le entrega Gloria Dorado a Ismael y que él deja salir apenas ella se va (p. 167) y azuza para que vuele antes de que vengan “los Sobrevivientes” y se hagan cargo (p. 170). Representan la huida también algunas páginas después, con pájaros que vuelan de las ramas a raíz de los disparos. El ciclo se cierra cuando confluyen en la escena adámica pero rota por la muerte: “los cadáveres petrificados de las guacamayas […]” y el Pájaro, domesticado por un amo que lo alimenta o lo deja suelto, Pájaro indolente: la gallina que picotea alrededor de Eusebito muerto en la piscina (p. 201).
Tras todas esas apariciones es posible formular una lectura alegórica en la que la serpiente-Ismael, el mirón, es culpable de la caída del paraíso por su lujuria al acecho de todas las muchachas del texto, con las que se tropieza en todas partes, desde antiguas alumnas suyas a las que vio entrando en los juegos del amor hasta la jovencita Cristina jadeando placenteramente en la noche bajo el peso de un soldado, y principalmente su deseo intenso por Geraldina. El sentido subyacente a este ciclo de lujuria insatisfecha que culmina en la dolorosa (para el lector) violación de Geraldina sería una condena moral: todos somos culpables en lo más íntimo de nosotros por las atrocidades que los ejércitos apenas materializan: los ejércitos hacen lo que los demás sólo soñamos: dan movimiento al odio (que Saldarriaga desata sobre todos), satisfacen el deseo carnal que Ismael apenas manoseó mentalmente. Esta lectura se sostiene sobre la inversión (y la antítesis con que juega la novela todo el tiempo) que, repito, va del Paraíso irónico al Apocalipsis: “Primero la muerte, luego la desnudez” (p. 24) que es como empieza su vida con Otilia, y luego, primero la desnudez de Geraldina, luego la muerte de Ismael.
Sin embargo, hay un camino que me parece más interesante: las muchachas que representan a ojos de este personaje la vida que se le escapa por impotencia, aquello bello y sensorial que lo mantiene vivo, con ganas de mirar y tocar, de vivir, en suma, para un viejo de su edad, subsumen la vida mejor de un país, no son las mujeres, sino lo bello, lo vivible, lo disfrutable, la vida normal y ordenada, tranquila. Esta transformación de estos pajaritos en Pájaros no puede sino ser una lectura en clave de nuestra historia de conflicto bélico, emplazada en la época de la Violencia. Los pajaritos desaparecen y aparecen otra vez, hoy, los Pájaros, anunciados (y representados) por la estupidez de una gallina que se alimenta insensiblemente de sangre.
La Violencia hay que dejarla decantar para que pueda ser narrada, sugería algún escritor y crítico, para quien no teníamos la gran novela de la violencia precisamente por la premura en grabar la experiencia inmediata. Esta novela que habla de lo más inmediato, se alimenta de la monstruosidad de las violencias pasadas, pone en escena su sinsentido y sus múltiples causas. ¿Qué, sino esto, le pediríamos a “una gran novela de la violencia”?: que registrara esta experiencia colectiva del miedo, el abandono, el amor, el egoísmo, la soledad, la compasión en medio de la hostilidad y la muerte. Sin ser inmediatista, Los ejércitos recrea un momento colectivo actual y lo hace memorablemente. El lector tendrá las sensaciones viscerales de la guerra sin salida. La ironía, que no se usa aquí para distanciarse cruelmente del contexto, sino que usa al personaje (su nombre, por ejemplo, no puede ser más irónico: traduce "a los que Dios ha oído". ¡Dios ha oído! ¿Pasos? El abandono de Dios. ¿El terror de Dios?), es un recurso plenamente útil para suscitar la vivencia de la guerra interina, sin estereotipar a ninguno de los participantes, desde el pueblerino más insignificante, hasta el más poderoso. Y sin dar sermones moralistas sobre la culpa de unos y la victimización de otros, o la necesidad de hacer tal o cual cosa. Como texto literario, Los ejércitos nos deja un documento emocional inigualable de estos años turbulentos e infernales.
Publicación: 2007
Editorial: Tusquets
Páginas: 203
P.V.P: $ 39.000
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